ABC 19.06.08
KARL Kraus fue ante todo un genio de la lengua, como
demuestran su propia prosa y sus análisis de la ajena que muy frecuentemente se
convertían en minuciosa y autopsia de autores contemporáneos. Pero Kraus fue
también un malhumorado periodista que gozaba sin disimulo de desarrollar nuevas
fórmulas para expresar la irritación que le generaban su tiempo, su entorno,
sus contemporáneos y, ante todo, sus colegas. Guardo como un pequeño tesoro una
corta colección de números originales de su revista Die Fackel, en parte
encontrada en la biblioteca de mi padre y aumentada con números comprados a lo
largo de años en librerías de viejo en el sexto distrito de Viena. Un ejemplar
se lo regalé hace años al periodista español que probablemente mejor conoce y
representa el espíritu de Kraus, que es Arcadi Espada.
Kraus
era un periodista muy atípico, entre otras muchas cosas porque tenía dinero.
Hijo de un rico comerciante judío de Bohemia llegado a la capital de
Austria-Hungría en las postrimerías del XIX, se paseó por diversas facultades
sin pretender jamás licenciarse, dedicado fundamentalmente a la vida literaria
y disipada del café vienés y siempre financiado por negocios familiares de los
que jamás se ocupó. Cuando se quemó el Café Griensteidl, templo de la bohemia, se
mudó, como Peter Altenberg, Felix Salten, Arthur Schnitzler y otras decenas de
escritores, periodistas, borrachos y charlatanes, al Café Central, que, por
cierto, pronto sería también guarida para dos buscavidas llamados Trotzky,
periodista, y Lenin, revolucionario a plena disposición, que jugaban allí al
ajedrez.
Aunque
escribió diversos libros notables, especialmente su drama teatral «Los últimos
días de la humanidad», Kraus es recordado sobre todo por su obra magna, que sin
duda fue «Die Fackel». De publicación irregular hasta la muerte del periodista
en 1936, esta revista se convirtió en un éxito sin precedentes que vendía
decenas de miles de ejemplares en todo el imperio a un público ávido de conocer
las trifulcas intelectuales de la corte y las críticas literarias, teatrales y
periodísticas, casi todas salidas de la propia pluma del editor.
Viene
al caso Kraus hoy aquí porque el panorama periodístico en el que nos vamos
sumiendo lenta pero inexorablemente comienza a parecerse a aquel coro monocorde
y cortesano tantas veces denunciado por Die Fackel. Porque nuestro mundo
mediático español puede ser muy amplio y lo es cada vez más, pero también en él
se han impuesto leyes no escritas que castigan a quienes intenten romper con la
corrección política que lleva consigo la aceptación de una supremacía
intelectual y moral supuestamente intangible. Hay muchas opiniones diversas
sobre acontecimientos y devenires, pero el miedo al conflicto con los
guardianes de la «hegemonía de la bondad cortesana», que aquí no se apiña
precisamente en torno al Rey, debe saber que será atacado al alimón por una
inmensa mayoría de miembros de la profesión, todos dispuestos a demostrar su
fidelidad a quienes tienen en sus manos los resortes del principal argumento,
que es el empleo. No hace falta estar de acuerdo con estilos y argumentos
quizás insufribles para considerar un espanto el espectáculo de toda una
profesión aplaudiendo la picota o peor condena a un colega. Todos saben que, de
haberse revuelto políticos insultados y vejados sistemáticamente por algunos
medios del Gran Hegemón, no se habrían aplicado los criterios que han llevado a
la sentencia contra un periodista radiofónico. Y que, en caso de haberse
aplicado, la picota parecería una fiesta periodística de esas que presiden
varios ministros. Igual que en la Viena fin de siècle.
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