jueves, 26 de junio de 2014

KRAUS Y EL HEGEMÓN

Por HERMANN TERTSCH
ABC  19.06.08


KARL Kraus fue ante todo un genio de la lengua, como demuestran su propia prosa y sus análisis de la ajena que muy frecuentemente se convertían en minuciosa y autopsia de autores contemporáneos. Pero Kraus fue también un malhumorado periodista que gozaba sin disimulo de desarrollar nuevas fórmulas para expresar la irritación que le generaban su tiempo, su entorno, sus contemporáneos y, ante todo, sus colegas. Guardo como un pequeño tesoro una corta colección de números originales de su revista Die Fackel, en parte encontrada en la biblioteca de mi padre y aumentada con números comprados a lo largo de años en librerías de viejo en el sexto distrito de Viena. Un ejemplar se lo regalé hace años al periodista español que probablemente mejor conoce y representa el espíritu de Kraus, que es Arcadi Espada.

Kraus era un periodista muy atípico, entre otras muchas cosas porque tenía dinero. Hijo de un rico comerciante judío de Bohemia llegado a la capital de Austria-Hungría en las postrimerías del XIX, se paseó por diversas facultades sin pretender jamás licenciarse, dedicado fundamentalmente a la vida literaria y disipada del café vienés y siempre financiado por negocios familiares de los que jamás se ocupó. Cuando se quemó el Café Griensteidl, templo de la bohemia, se mudó, como Peter Altenberg, Felix Salten, Arthur Schnitzler y otras decenas de escritores, periodistas, borrachos y charlatanes, al Café Central, que, por cierto, pronto sería también guarida para dos buscavidas llamados Trotzky, periodista, y Lenin, revolucionario a plena disposición, que jugaban allí al ajedrez.

Aunque escribió diversos libros notables, especialmente su drama teatral «Los últimos días de la humanidad», Kraus es recordado sobre todo por su obra magna, que sin duda fue «Die Fackel». De publicación irregular hasta la muerte del periodista en 1936, esta revista se convirtió en un éxito sin precedentes que vendía decenas de miles de ejemplares en todo el imperio a un público ávido de conocer las trifulcas intelectuales de la corte y las críticas literarias, teatrales y periodísticas, casi todas salidas de la propia pluma del editor.

Viene al caso Kraus hoy aquí porque el panorama periodístico en el que nos vamos sumiendo lenta pero inexorablemente comienza a parecerse a aquel coro monocorde y cortesano tantas veces denunciado por Die Fackel. Porque nuestro mundo mediático español puede ser muy amplio y lo es cada vez más, pero también en él se han impuesto leyes no escritas que castigan a quienes intenten romper con la corrección política que lleva consigo la aceptación de una supremacía intelectual y moral supuestamente intangible. Hay muchas opiniones diversas sobre acontecimientos y devenires, pero el miedo al conflicto con los guardianes de la «hegemonía de la bondad cortesana», que aquí no se apiña precisamente en torno al Rey, debe saber que será atacado al alimón por una inmensa mayoría de miembros de la profesión, todos dispuestos a demostrar su fidelidad a quienes tienen en sus manos los resortes del principal argumento, que es el empleo. No hace falta estar de acuerdo con estilos y argumentos quizás insufribles para considerar un espanto el espectáculo de toda una profesión aplaudiendo la picota o peor condena a un colega. Todos saben que, de haberse revuelto políticos insultados y vejados sistemáticamente por algunos medios del Gran Hegemón, no se habrían aplicado los criterios que han llevado a la sentencia contra un periodista radiofónico. Y que, en caso de haberse aplicado, la picota parecería una fiesta periodística de esas que presiden varios ministros. Igual que en la Viena fin de siècle.

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