ABC 10.07.08
El candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos,
Barack Obama, ha decidido entrar en la historia lo antes posible y sus prisas
por conseguirlo empiezan a generar quebraderos de cabeza. No sólo en Estados
Unidos. A nadie le ha parecido mal que haya decidido que se le queda pequeño el
recinto en el que se celebrará la convención de su partido el próximo 28 de
agosto en Denver y que pronunciará su discurso de aceptación de la candidatura
en el estadio de los Broncos -no es broma-, que triplica el aforo del pabellón
que albergará el resto de ceremonias. No parece que vaya a tener problemas para
llenar las 75.000 plazas. Hace unas semanas logró reunir a más de 70.000
seguidores en un mitin electoral, hecho probablemente sin precedentes en la
carrera de primarias.
Se
trata, nadie lo oculta, de emular a John Fitzgerald Kennedy, que aceptó
oficialmente la candidatura a la presidencia en 1960 en un acto multitudinario
en el Memorial Coliseum de Los Ángeles. Y de galopar sobre las enormes
expectativas de revolución interplanetaria que han depositado en su candidatura
no sólo los socialistas españoles, con José Luis Rodríguez Zapatero y José
Blanco a la cabeza, sino todos los que creen que votar a Obama es votar contra
Bush y que muerto éste se acabó la rabia. Obama en la Casa Blanca y «everywhere
bonsáis» florecientes. Pero ya hay gente, y no gente cualquiera, que comienza a
irritarse con la sobredosis de gestualidad histórica que Obama quiere darle a
su campaña y que contrasta con la vacuidad de su mensaje político. Entre ellos
se cuenta desde hace unos días la canciller alemana Angela Merkel, a la que han
sentado francamente mal los planes de Obama de hacer campaña electoral por
Alemania con la prepotencia del poco ducho en relaciones exteriores.
El
candidato demócrata norteamericano pretende emular a Kennedy también en Berlín
con un discurso ante la Puerta de Brandemburgo, donde JFK pronunció en su día,
con el Muro de la Vergüenza en plena construcción, su célebre discurso en el
que se proclamó berlinés. «Ich bin ein Berliner», dijo en su día Kennedy, y lo
dirá sin duda Obama si tiene ocasión, aunque ya no haya ni muro ni división ni
carros de combate soviéticos a unas decenas de metros, como era el caso en
1961. Merkel ha dejado claro que considera fuera de lugar esta gratuita
solemnización de la campaña electoral norteamericana en suelo alemán y que la
Puerta de Brandemburgo, por su significación histórica auténtica, está a
disposición de los jefes de Estado, pero no «in pectore», sino electos y en
ejercicio.
Bien
está que Obama quiera compensar su notable falta de criterio en política
exterior con viajes preelectorales a otros continentes. Y desde luego en
Alemania puede estar seguro de tener un recibimiento entusiasta de todos
aquellos que, sabiéndolo negro, del norte, antirrepublicano, abstemio, casi
feminista y algo así como la consumada antítesis de George Bush, creen que
conjurará todos los males del planeta, originados, como todo el mundo
progresista sabe, por el tejano maligno. Pero según se acercan las elecciones
de noviembre y comienza a perfilarse como una posibilidad real que Obama gane
estas elecciones, surgen en muchos rincones las dudas sobre la solidez de las
propuestas faldicortas y buenistas del candidato demócrata. Y sobre una especie
de arrogancia juvenil y superioridad moral que pregona que pueden ser tan
peligrosas como otros aventurerismos de signo contrario.
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