ABC 17.06.08
ENTRE los fenómenos más tristes y patéticos surgidos en los
últimos años en España, al abrigo de ese casticismo ye-yé que el progresismo
sentimental nos ha deparado, está el nuevo orgullo patrio (NOP). Es curioso
cómo ha cundido de nuevo este orgullo patrio. Como todos los anteriores, es
buena herramienta para marear realidades y criterios. Para promover proezas y
esconder bajezas. Pero, como todo lo moderno, esta nueva fórmula de cocción de
las emociones patrias requiere menos esfuerzo, menos sacrificio, menos fe.
Apenas necesita condimento. En realidad, este orgullo patrio no requiere nada
sino ganas de utilizarlo con decisión y contundencia y cada vez para cosa
distinta.
Es una
combinación virtuosa de la motivación de los intereses más mundanos con la procacidad
más gloriosa en justificarlos con un bien común que, en sentido estricto, sólo
se refiere por supuesto a los beneficiarios del mismo. Pero es ya
característica de nuestra política exterior, instrumento para la política
interior y, algunos por desgracia en el exterior comienzan a pensar, más bien
carácter nacional. El NOP es la casulla de pensamiento que el Gobierno de
España va imponiendo al aparato del Estado. Está copiado, seamos humildes los
recién llegados, de los nacionalismos periféricos peninsulares. Ha sido
plenamente interiorizado por todo el movimiento de la antigua izquierda, del
izquierdismo new-age, del activismo antisistema y de todos los que se quieran
sentir bien bajo ese techo común que ofrece, incluidas muchas tendencias
procedentes del pensamiento político presumiblemente sano. Tiene la ventaja de
que se ensambla con facilidad con cualquier otra emoción y es aplicable a
cualquier discurso que se elija, desde la Constitución europea o el despliegue
de tropas españolas en el exterior a un pregón de Zerolo en las fiestas del
barrio de Chueca o las disquisiciones de una ministra sobre la perversión del
lenguaje, nuestro o de los cátaros.
Se nos
avisó desde la cúspide del poder que la crítica y la falta de entusiasmo en la
valoración de nuestros privilegios como pueblo gobernado por gente buena eran
manifestaciones antipatriotas. Todos deberíamos haber concluido correctamente
que ante una nueva definición de patriotismo, la primera que se nos planteaba
desde la transición, había que estar alerta. Pero no. Muchos españoles siguen
sin comprender que nuestro NOP ya nada tiene que ver con el legítimo orgullo de
pertenencia a una España antigua, moderna y capaz, sino a nuestra displicencia
hacia los demás desde unas cumbres ideológicas tenebrosas que nunca hemos
pretendido escalar. Da igual. La Unión Europea se plantea una reforma del
horario laboral: esclavistas. Sarkozy plantea un cambio de sus leyes de
pensiones: capitalista vendido. Berlusconi intenta paliar el inmenso problema
de la inmigración ilegal: fascista. Merkel rechaza la Alianza de Civilizaciones
con los líderes integristas de Irán: anticomunista y proamericana de origen.
Estados Unidos es un pozo del mal sin fondo como bien demuestra Bush, aunque
Obama quizá lo redima. Pero buenos, buenos, sólo lo somos aquí. Queda dicho. El
mensaje oficial en el nuevo lenguaje nos impone el NOP como señal de lealtad.
Quien se revuelva apenas encontrará cobijo.
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