ABC 26.06.08
EL asesinato civil es una práctica muy común en regímenes
totalitarios y por desgracia no infrecuente en las democracias. Las operaciones
para la destrucción de una persona a partir de la dinamitación de su prestigio
social, de su medio de vida, de su entorno familiar y su círculo de amistades
recurriendo a falsedades entretejidas en medias verdades y unos anclajes en
datos ciertos son una práctica común de los servicios secretos. Hay ocasiones
en que las infamias tendentes a la destrucción de una persona tienen origen y
motivación tan transparentes que, en buen lógica, debieran ser fáciles de
despreciar e ignorar por los afectados y la propia opinión pública. Pero no es
así. La efectividad de las campañas de desprestigio está fuera de duda. Desde
las que lanzaba Stalin contra colectivos enteros o ciertas profesiones hasta
los linchamientos a los que asistimos hoy en el lodazal televisivo.
Desde
hace unos días asistimos a un caso en Polonia donde confluyen técnicos y
métodos de la policía política estalinista con objetivos comerciales y
políticos. Dos historiadores encargados por el Estado de velar sobre la
documentación del aparato comunista presentan un libro en el que acusan a Lech
Walesa, el que fuera líder del sindicato Solidaridad, héroe del levantamiento
anticomunista europeo y después presidente electo de la Polonia libre, como un
antiguo colaborador de la policía política comunista. Lo primero que cabe decir
es que poco fiable colaborador se habría buscado la policía política si puso en
nómina al que habría de ser uno de los principales enterradores del régimen. Es
cierto que muchos colaboradores obligados a colaborar con la policía después se
alzaron contra el sistema, y muchas veces con mayor vehemencia por la
humillación añadida que les había infligido éste. Pero en el caso de Walesa,
como en otros que intentaron mancillar los nombres de legendarios resistentes y
luchadores por la democracia, como Adam Michnik o Jacek Kuron, los acusadores
se basan en documentos que no tienen ni firma ni rastro de aceptación personal
de la colaboración. Los centenares de millones de legajos que las burocracias
policiales comunistas acumularon durante décadas pasaron muchos años bajo
control de la gente que los había elaborado, que pudo falsificar documentos de
fechas anteriores. En el caso de la Stasi de Alemania Oriental se han revelado
muchos casos de datos falsos que informadores o policías añadían para darse
mayor importancia o recibir algún tipo de recompensa. Aquí me permitirán la
insufrible petulancia de mencionar mi libro «Cita en Varsovia», que narra la
historia de una pareja de espías al servicio del KGB soviético -Sonia y Arpad,
una polaca y un húngaro- que intoxican a sus jefes con operaciones y pagos
falsos a informadores para justificar sus gastos y sus largas estancias juntos
en Occidente.
Los
polacos saben muy bien de qué lado estuvo Walesa y los intentos de
desprestigiarle sólo tendrán eco entre sus enemigos. Lo grave del caso radica
en que los dos autores del libro «revelador» son hombres de confianza de los
gemelos Kaczynski, presidente y ex primer ministro, que prosiguen su campaña de
agitación anticomunista con sus adversarios políticos como objetivo. Con los
archivos comunistas en la mano quieren determinar quien es buen polaco, es
decir un amigo suyo. También en esto se parecen mucho los Kaczynski a quienes
en España nunca tuvieron problemas con el franquismo o le sirvieron con
entusiasmo hasta el final y hoy reparten carnets de franquistas y
antifranquistas entre quienes tienen o no tragaderas para sus mentiras sobre la
historia.
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