ABC 08.07.08
LA sociedad española está avisada y todos deben ir haciendo
eso que llaman composición de lugar. Si ustedes son lo suficientemente
antipatriotas como para percibir incorrecciones en el curso de los
acontecimientos en su patria, hagan el favor de callar. No ya por el daño que
puedan hacer al prójimo, que es mucho. Sino por amor propio. Por el daño que se
puedan hacer a ustedes mismos. Que no es menor. Cuando el presidente del
Gobierno les avisó, antes de que una mayoría le otorgara el beneficio del voto,
ya iba la cosa en serio aunque algún despistado no lo percibiera. El presidente
del Gobierno de España les estaba pidiendo encarecidamente que no se
convirtieran en traidores. Ante todo porque la historia demuestra que ser
traidores no es gratis a medio plazo. Ahora, ganadas las elecciones por parte
del Amo de La Moncloa gracias a tanto colaborador y elector, nos llega el
segundo aviso desde las alturas del poder. Nos recomienda ser optimistas.
Porque quien no hace gala de optimismo ante la evolución de las cosas en
nuestra patria es algo más que antipatriota; algo peor, es indecente. Dice el
Amo de la Z. En principio no se alarmen porque la traición, que antes se
castigaba en los países más decentes con la pena de muerte, no conlleva mayores
consecuencias en nuestro país. Aquí todo el mundo puede ser traidor un rato o
siempre. Pero con formalidad, por supuesto porque todo es negociable, opinable,
objetable. Lo cual es de agradecer. En caso contrario, la interpretación misma
de este delito nos sumiría a los españoles en un dilema serio que podría poner
en peligro lo que llamamos ahora la armonía perpetua por la que avanzamos sin
cesar gracias al diálogo, a las mujeres, al palabro y al amor. Sería tristísimo
que comenzáramos a tirarnos la traición a la cabeza los optimistas y los
pesimistas, esta pandilla de traidores. Eso sí, queda claro quién determina
quién es el traidor en esta casa.
Cuentan los mayores que hubo un tiempo en España en el que
aún eran muchos los que se atrevían a protestar, incluso abiertamente, contra
las decisiones del poder, contra las medidas de corrección de conducta por
parte del Gobierno. Eran aquellos, eso sí, tiempos confusos en los que, después
de una larga dictadura, ninguna autoridad se arriesgaba a asumir el riesgo de
ser calificada como autoritaria. Por eso no había mucha contundencia en la
réplica del Gobierno a las protestas. Había que sorber los vientos del ánimo de
las gentes -ansiosas de armonía- y disculpar siempre a los más
antiautoritarios, siempre decididos a ejercer su autoridad. Aun a costa de
aceptar sus desafueros y sus excesos. Derecha e izquierda, Suárez, Calvo
Sotelo, González y Aznar soportaron la impertinencia hasta bien pasados los
límites del delito con un estoicismo que recomendaban y aplaudían todos.
¡Cómo han cambiado los tiempos desde que gobiernan los
auténticos buenos! Ahora ha llegado el momento de poner las cosas claras, en
limpio. Ya está bien de tanta armonía hipócrita de quienes se creen obligados a
sentarse en esas bayonetas que, al fin y al cabo, han dictado esta transición.
Todos somos Leire y Bibiana. Hartos de política de conveniencia y cambalache
incesante con el enemigo, hay que sacar a éste de sus madrigueras y dejar claro
que su mundo ha caducado. El futuro nos pertenece.
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