jueves, 26 de junio de 2014

DE LA SENDA DEL ARREPENTIMIENTO

Por HERMANN TERTSCH
ABC  03.07.08


EL escritor e historiador Vitali Shentalinski revela en sus imprescindibles investigaciones sobre la represión de los intelectuales bajo Stalin («Esclavos de la libertad» y «Denuncias contra Sócrates», los archivos literarios del KGB, editorial Galaxia Gutenberg) cómo todo ser humano, hasta el más libre y excelso, el más fanático, piadoso, valiente o genial, tiene su cota de sufrimiento o temor, superada la cual se culpa a sí mismo de la suerte adversa propia o de los seres cercanos. Es entonces cuando entra en funcionamiento el más perverso de los mecanismos del arrepentimiento. Josip Mandelstam intentó hacerse perdonar sus versos crueles y sarcásticos sobre el «Vozhd» (el lobo blanco o el jefe, véase Stalin) con una oda que le acercó un poco más a la muerte. Babel, Bujarin, Mayerhof, todos los grandes hombres devorados en la gran maquinaria de destrucción de voluntades y dignidades de la Lubianka, tuvieron un momento en el que arrepentirse de lo mejor que habían hecho, que fue haber tenido el coraje de enfrentarse al monstruo que era la encarnación de la inhumanidad, de la injusticia y de la mentira. Hasta Anna Ajmátova cayó en la tentación de creer que salvaría a su hijo con elegías que enmendaban furiosas críticas previas. Los dos libros de Shentalinski, basados en los archivos secretos del KGB sobre juicios e interrogatorios a toda la elite intelectual y política rusa en los años de plomo son un relato inmenso y conmovedor sobre el abismo del sufrimiento y el pulso entre dignidad y terror de gentes incapaces de vivir sin honor pero cuya autoestima aquel Estado había decidido destruir.

De la gran tragedia del totalitarismo del siglo XX pasemos ahora a la triste farsa de nuestra España actual, en la que hasta los arrepentimientos son de vodevil chusco. Ya tenemos un par de arrepentidos entre los firmantes del «Manifiesto en defensa de la lengua común». Alguno de ellos recurre a la manida excusa del malentendido cuando el texto del manifiesto es perfectamente claro. Pero hagámosles caso. Pudiera ser en algún caso un malentendido. No debieran sorprender a nadie aquellos que, una vez informados de que el Gran Timonel se había enfadado al saber de su firma, se hayan apresurado a retractarse. No habían pensado que le pudiera irritar que se defendiera la lengua española. Pero una vez enterados han dejado claro cuáles son sus prioridades. Como entonces los obedientes y agradecidos funcionarios de la Asociación de Escritores Soviéticos que tan bien describía Bulgákov, los afortunados directivos de la Sociedad General de Autores (SGAE) ahora no estarían en su sano juicio si firmaran un manifiesto ya condenado por el Timonel, por los nacionalistas y por la secta. Más difícil lo ha tenido el poeta Ramón Gamoneda. Su disquisición torturada sobre sus razones para retirar su firma no es más que una tristeza. Ningún intento de apropiación de este manifiesto por parte de fuerza política, medio o persona alguna, aunque existiera, resta un ápice de veracidad y solvencia al mismo. Mientras los diversos ramoncines probablemente no lo leyeran nunca, nadie pensará tan mal del Premio Cervantes de nuestra nueva era. Como damos por hecho que no ha sido torturado como Bujarin ni amenazado como la poetisa Ajmatova, supongamos que el poeta leonés se ha arrepentido libre y noblemente de lo que ha considerado una deslealtad hacia quienes defienden y promueven lo que antes de arrepentirse consideró una injusticia.

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