ABC 03.07.08
EL escritor e historiador Vitali Shentalinski revela en sus
imprescindibles investigaciones sobre la represión de los intelectuales bajo
Stalin («Esclavos de la libertad» y «Denuncias contra Sócrates», los archivos
literarios del KGB, editorial Galaxia Gutenberg) cómo todo ser humano, hasta el
más libre y excelso, el más fanático, piadoso, valiente o genial, tiene su cota
de sufrimiento o temor, superada la cual se culpa a sí mismo de la suerte
adversa propia o de los seres cercanos. Es entonces cuando entra en
funcionamiento el más perverso de los mecanismos del arrepentimiento. Josip
Mandelstam intentó hacerse perdonar sus versos crueles y sarcásticos sobre el
«Vozhd» (el lobo blanco o el jefe, véase Stalin) con una oda que le acercó un
poco más a la muerte. Babel, Bujarin, Mayerhof, todos los grandes hombres
devorados en la gran maquinaria de destrucción de voluntades y dignidades de la
Lubianka, tuvieron un momento en el que arrepentirse de lo mejor que habían
hecho, que fue haber tenido el coraje de enfrentarse al monstruo que era la
encarnación de la inhumanidad, de la injusticia y de la mentira. Hasta Anna
Ajmátova cayó en la tentación de creer que salvaría a su hijo con elegías que
enmendaban furiosas críticas previas. Los dos libros de Shentalinski, basados
en los archivos secretos del KGB sobre juicios e interrogatorios a toda la
elite intelectual y política rusa en los años de plomo son un relato inmenso y
conmovedor sobre el abismo del sufrimiento y el pulso entre dignidad y terror
de gentes incapaces de vivir sin honor pero cuya autoestima aquel Estado había
decidido destruir.
De la
gran tragedia del totalitarismo del siglo XX pasemos ahora a la triste farsa de
nuestra España actual, en la que hasta los arrepentimientos son de vodevil
chusco. Ya tenemos un par de arrepentidos entre los firmantes del «Manifiesto
en defensa de la lengua común». Alguno de ellos recurre a la manida excusa del
malentendido cuando el texto del manifiesto es perfectamente claro. Pero
hagámosles caso. Pudiera ser en algún caso un malentendido. No debieran
sorprender a nadie aquellos que, una vez informados de que el Gran Timonel se
había enfadado al saber de su firma, se hayan apresurado a retractarse. No
habían pensado que le pudiera irritar que se defendiera la lengua española.
Pero una vez enterados han dejado claro cuáles son sus prioridades. Como
entonces los obedientes y agradecidos funcionarios de la Asociación de
Escritores Soviéticos que tan bien describía Bulgákov, los afortunados
directivos de la Sociedad General de Autores (SGAE) ahora no estarían en su
sano juicio si firmaran un manifiesto ya condenado por el Timonel, por los
nacionalistas y por la secta. Más difícil lo ha tenido el poeta Ramón Gamoneda.
Su disquisición torturada sobre sus razones para retirar su firma no es más que
una tristeza. Ningún intento de apropiación de este manifiesto por parte de
fuerza política, medio o persona alguna, aunque existiera, resta un ápice de
veracidad y solvencia al mismo. Mientras los diversos ramoncines probablemente
no lo leyeran nunca, nadie pensará tan mal del Premio Cervantes de nuestra
nueva era. Como damos por hecho que no ha sido torturado como Bujarin ni
amenazado como la poetisa Ajmatova, supongamos que el poeta leonés se ha
arrepentido libre y noblemente de lo que ha considerado una deslealtad hacia
quienes defienden y promueven lo que antes de arrepentirse consideró una
injusticia.
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