ABC 28.03.08
Mejor titular así que especular sobre «el futuro de la OTAN»
porque éste es más incierto que nunca ahora, en vísperas de la cumbre de la
Alianza Atlántica que se celebrará la próxima semana en Bucarest. Todo es muy
paradójico en estos tiempos cada vez más convulsos. Los grandes éxitos del
pasado no son discutibles. La Alianza logró imponerse a los intentos de
agresión y coacción por parte del Pacto de Varsovia y a sus enemigos internos.
Consiguió integrar bajo su paraguas de seguridad solidaria a países deseosos de
colaborar en la defensa de unas libertades para ellos recién adquiridas. Sin
embargo se aleja en el pasado aquella pujanza y esperanza clara y firme de los
años noventa en los que la OTAN, la unión político-militar de las sociedades
libres del hemisferio norte, se manifestaba como triunfadora de la Guerra Fría
y garante de la senda segura por la democracia y la libertad.
Para
quienes vivimos la Rumania de Ceaucescu y conocimos las repúblicas bálticas
soviéticas antes de 1991 -la aterrorizada postración de sus gentes ante la
tiranía-, el mero hecho de que se celebre una cumbre de la OTAN en Bucarest,
como hace dos años en Riga, capital de Letonia, nos genera la misma emoción que
a rumanos y a letones entonces. Que en la agenda de la Cumbre de Bucarest se
plantee el ingreso de Albania -aquella cárcel bunquerizada estalinista hasta
hace tan sólo tres lustros-, y las dos repúblicas ex yugoslavas de Croacia y
Macedonia, demuestra que es aún inmenso el poder de atracción de esta alianza
cuyo sentido y vocación está en la defensa común de las libertades.
Con la
UE, la OTAN será la principal garantía de que los Balcanes Occidentales logran
esa estabilidad, convivencia y cooperación tan improbables entre sus vecinos
orientales -búlgaros, rumanos, húngaros y eslovacos- y que hoy sabemos ciertas
e integradas en el sistema de seguridad común. Que Ucrania y Georgia hayan
manifestado su deseo de entrar en la OTAN pone en evidencia que muchos países
se consideran amenazados por veleidades imperiales o chantajes.
Quienes
no creemos en el determinismo histórico sabemos que todo, absolutamente todo,
es susceptible de empeorar y deteriorarse. Hasta la tragedia. Y somos
conscientes de que el optimismo histórico es voluntarismo, fruto hoy ante todo
de la ignorancia de nuestros líderes políticos y la quiebra de nuestra
percepción del riesgo y voluntad de defensa. El siglo pasado no nos ha dado
mejor y más trágica lección. Cincuenta años de paz en Europa occidental no
impidieron las matanzas de los años noventa en los Balcanes. Medio siglo de
próspera tranquilidad en Europa después de la guerra franco-prusiana no
evitaron la Gran Guerra. Las dos frívolas décadas de entreguerras dieron paso a
Auschwitz.
Retorno
al presente. Las amenazas que se ciernen sobre las sociedades libres no
proceden solo del exterior. Pero también de allí. Por eso, en la cumbre de la
OTAN se habrá de hablar con más seriedad que hasta ahora sobre el deterioro que
la Alianza está sufriendo en sus principales campos de batalla.
En
Afganistán, la OTAN está en guerra y los líderes europeos no se lo quieren
decir a sus ciudadanos. Así no se puede ganar una guerra. Allí nos jugamos la
existencia de la OTAN. Si en Irak las deslealtades entre Washington y ciertas
capitales europeas fueron mutuas, con el trágico resultado evidente, en
Afganistán la OTAN no puede perder una guerra que había ganado hace cuatro
años. Londres, París y Berlín, parecen conscientes de ello y dispuestas a
incrementar su presencia militar.
Pero
sólo un frente común de la OTAN -quizás durante décadas, tantas como los
norteamericanos pasaron en Europa durante la guerra fría- puede crear en
Afganistán y en la región una situación de estabilidad en la que los aliados se
vean reforzados, los enemigos disuadidos y los titubeantes convencidos.
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