ABC 11.09.08
TODOS recordamos dónde
estábamos aquel 11 de septiembre de 2001. Y no creo que nadie olvide nunca las
sensaciones vividas cuando se estrelló el segundo avión contra la torre gemela
aún intacta. Millones de espectadores en todo el mundo observaban el incendio
causado en la primera torre por el impacto de un avión. Atónitos especulaban
todos sobre las causas, sin atreverse muchos a inclinarse por las dos hipótesis
posibles, la del accidente y la del atentado. Cuando se transmitió en directo
la aproximación del segundo avión, su vuelo directo hacia la torre y la inmensa
bola de fuego que provocó al arremeter contra los pisos medios del segundo
rascacielos, se disiparon todas las dudas. Ante la súbita certeza terrorífica,
recuerdo el estupor del grupo de políticos, diplomáticos y periodistas que lo
presenciamos en un despacho en la sede del grupo editorial Bertelsmann en
Gütersloh, en la Baja Sajonia. Habíamos sido convocados para debatir sobre los
nuevos retos a la seguridad en Europa. En aquel instante todos los presentes
supimos que todo lo hablado, discutido, divagado y especulado había dejado de
tener relevancia. Todos éramos conscientes de que aquel día ponía fin a una
«era de bienaventuranza» iniciado con las revoluciones democráticas en el este
de Europa y la disolución de la Unión Soviética. La «nueva era» que algunos
creían ya definitivamente el «fin de la historia», la victoria de las
democracias y la apertura de unos tiempos nuevos de cooperación internacional
global, de la abolición de la amenaza existencial, había durado exactamente una
década. No había llegado a cumplir esos veinte años que transcurrieron en el
siglo XX entre las dos guerras mundiales. Siete años después podemos comprobar
que el éxito de los terroristas ha superado con creces la espectacularidad del
atentado en sí. Como siempre es gratuito especular sobre cuál habría sido, sin
el 11-S, el devenir de las relaciones internacionales, de la presidencia de
George Bush, del diálogo norte-sur, de la evolución política interna en Rusia
o del desarrollo del Tercer Mundo y especialmente África. Lo sucedido desde
entonces está en las hemerotecas. Lo cierto es que se produjo un punto de
inflexión que supuso el final abrupto del largo y continuado avance de las
democracias. Iniciado hace treinta años en España y Portugal, se había
extendido a Latinoamérica una década después, y en 1990 se mostró imparable por
toda Europa oriental y Rusia. Hoy el desprestigio de las democracias ha
avanzado tanto que hasta en el extremo occidental de Europa, los líderes
socialistas españoles tienden ya a ponerle adjetivos como hacían los comunistas
del este de Europa. Allí era la «democracia popular» y hoy aquí la «democracia
avanzada». El odio irracional hacia EE.UU., nutrido por la política
unilateralista de Washington, rompió pronto la solidaridad occidental. Rusia
abandonó su breve sueño de convertirse en una democracia y un Estado de
Derecho. China acaba de celebrar la apoteosis olímpica de la tiranía aceptada y
agasajada por el mundo. Las democracias occidentales miembros de la OTAN están
profundamente divididas porque la disparidad en la percepción de las amenazas
externas les impide la acción efectiva común para afrontarlas. El populismo de
muchos líderes y el relativismo cultural hacen peligrar las democracias desde
la cúpula y la base. Así las cosas, Bin Laden no ha destruido a las sociedades
libres. Pero sí ha triunfado en hacer el mundo infinitamente más inseguro.
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