ABC 29.07.08
AUNQUE de gustos siempre se puede discutir, sí parece poco
discutible que el estadio olímpico de Pekín, construido para estos Juegos por
el arquitecto suizo Jacques Herzog es un edificio colosal y un monumento
arquitectónico impresionante. El régimen chino ya lo ha convertido en el
símbolo de la nueva China, como la Gran Muralla lo es de la antigua. A las
críticas que ha recibido por prestarse a diseñar y ejecutar esta magna obra
para la dictadura china el arquitecto ha respondido que «sólo un idiota habría
dicho que no». En eso estamos de acuerdo. No creo que existan muchos
arquitectos capaces de rechazar este proyecto para un estadio deportivo por
consideraciones morales. Otra cosa habría sido recibir el encargo de Pekín para
hacer una nueva red de campos de prisioneros en China, aunque también para ese
encargo, con mucha mayor obra -no quepa duda-, se habrían prestado muchos, y
muchos sólo habrían protestado después de perder en el concurso. No digo yo que
Herzog fuera uno de ellos.
Lo que ya irrita y no poco de las largas e inteligentes
explicaciones que da el arquitecto suizo en una larga entrevista en el
semanario alemán «Der Spiegel» es el intento de presentar su implicación en
esta obra en un acto a favor de los derechos humanos. Asegura que la construcción
«es un espacio público en el que es posible la vida social, y ésta no puede ser
fácilmente controlada o vigilada» y «tiene por tanto algo subversivo», explica.
Y concluye que por eso considera «que el estadio es una especie de Caballo de
Troya». Hombre bendito, pues mire, tampoco es eso.
Estaba claro que el boicot a unos Juegos Olímpicos en una
potencia que emerge con la inmensa fuerza de China era inviable además de
irrazonable. Los que en su día, no hace mucho, se lo plantearon con motivo de
la represión habida en el Tíbet han retornado al discreto silencio y estarán
allí, en las tribunas o aplaudirán los Juegos como el que más. China no viola
hoy más los derechos humanos que cuando se le otorgaron los JJOO y si su
actividad internacional, en activa defensa de criminales notorios como el
régimen de Al Bahir en Sudán o el de Robert Mugabe en Zimbabwe, el de los
Castro en Cuba u otras satrapías del mundo, es porque tiene de nuevo más
presencia en el exterior y los criterios morales le son perfectamente ajenos en
sus relaciones comerciales y políticas. La franqueza de China no es
precisamente encomiable, pero sí contrasta mucho con la hipocresía a la que el
realismo, la avidez y la cobardía inducen una y otra vez a las democracias
occidentales.
Nadie sabe cuánto cambiará China con estos Juegos Olímpicos,
que suponen un hito de presencia y atención extranjera en cinco mil años de
historia china. Lo que está claro es que China no será nunca lo que los
occidentales llaman «occidental» y que los derechos, las inquietudes, las
libertades y la vida de los individuos seguirán teniendo un valor absolutamente
subordinado cuando no residual si chocan con los intereses de lo que el estado
considera la colectividad. Eso no quiere decir que no se deban denunciar las atrocidades
allí con la misma energía que se deben denunciar en pequeños países que las
democracias sí podrían cambiar radicalmente. Las esperanzas de que la libertad
económica llevara a todos los rincones del mundo las libertades democráticas
occidentales se han revelado una efímera quimera. Quizá porque si hubo en algún
momento la posibilidad de que ese sueño se cumpliera, el mundo occidental
careció del coraje o el interés necesario. Luego hagamos lo posible por
convivir sin grandes complicidades. Y sin intentar vender lo que suele ser
negocio, o puede que incluso arte o deporte, como actos liberadores.
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