ABC 25.02.08
Esperemos que esta noche los candidatos de los dos grandes
partidos, Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy, no cometan ningún error lo
suficientemente grave como para que se lo tengan que reprochar generaciones
futuras de españoles. Esperemos que cuando terminen de criticarse y acusarse de
los males habidos y por haber puedan aún separarse con la certeza de que
trabajan por el bien de la misma nación. Esperemos que tras su primer debate no
apaguen el televisor los españoles con la convicción de que no tiene sentido
hablar porque quien le disputa la legitimidad de su opinión y creencias y
desprecia sus convicciones e inquietudes sólo espera un éxito de sus propias
añagazas para confirmar la proscripción del enemigo como ciudadano. Del
enemigo. Sí. Porque en estos cuatro años, de la mano del presidente «rojo» y
«nieto» -eso sí, selectivo- según declaración propia, muchos españoles han
descubierto que sus enemigos no son los que matan y ponen bombas.
No
serían los que quieren destruir el primer gran contrato de convivencia que ha
funcionado en una España libre que es nuestra Constitución, sino quienes forman
parte de las denostadas «fotos del pasado». Esperemos que el primer jefe de
Gobierno de la democracia, que nunca declaró serlo de todos los españoles hasta
verse ahora en aprietos imprevistos, deje hoy de llamar «facha» a media España
y acepte que las fotografías de víctimas de agresiones y atentados son mucho
más deseables y amables que las fotografías de socialistas aliados con
terroristas en un proyecto de destrucción del sistema a espaldas del pueblo
español.
Esperemos
que los dos líderes de una España polarizada como nunca lo ha estado en
democracia -en la única democracia real habida en España, no en la idealizada
por los ignaros que creen que Santiago Carrillo era mejor defensor de la
democracia en 1936 que José Millán Astray- sepan ver que no hay que ser
catastrofista para percibir que muchos españoles comienzan a pensar que el
enfrentamiento civil es posible e incluso probable. Que hay más insultos, más descalificaciones
públicas y más rupturas de relaciones personales que las nunca habidas desde
que se balbuceó la mágica fórmula de la «reconciliación nacional» es un hecho
incontrovertible. Y los responsables de una legislatura son quienes mandan.
Aunque nadie sepa como llegaron a hacerlo. Esperemos que el joven presidente,
responsable de la irresponsabilidad que nos ha llevado a un clima de
enfrentamiento desconocido en España desde hace casi tanto tiempo como duró la
dictadura, esté al menos durante un día -un debate- a la altura de las
circunstancias. Esperemos que logre frenar sus instintos aviesos que siempre
logran despertar «lo peor de uno mismo» como decía en un despiste sincero uno
de sus muchos periodistas áulicos hace unos años en referencia a su odio a José
María Aznar.
«Motivos
para creer» dicen los socialistas que han de tener los españoles, sometidos al
mayor serial de mentiras y falacias desde los partes «informativos» de los años
cincuenta. Más preocupante que la fe pararreligiosa que exigen los socialistas
son los métodos para sugerirnos lo confortable que puede ser abrazarnos a ella.
No nos pidan, por mínima urbanidad, que creamos en quienes se regodean en su
astucia por engañarnos durante las negociaciones para coordinar la política con
una banda terrorista. Cuando un líder dice que hizo bien al mentir, estamos
ante un trastorno de carácter que debería ser subsanada con una dimisión o una
inhabilitación. Cuando toda la dirección del partido mayoritario y gobernante
asegura ser feliz por la mentira reconocida de su presidente y la elevan a acto
de sinceridad y patriotismo es que hemos llegado a niveles de depravación y
relativismo moral propios de regímenes siniestros.
Esperemos
que el debate transcurra sin las trampas de las que creo capaz al más inmoral
de los presidentes que la democracia nos ha dado. Pero no hay «motivos para
creer». Hay motivos para temer que la impostura sea la postura más eficaz. Y
que los daños al interminable avatar de España en la lucha de sus mejores por
ser una nación normal se vean una vez más truncadas por ambiciones disparatadas
y mecanismos rufianes.
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