ABC 10.12.08
Se reúnen bajo antorchas, queman libros y ataúdes y, de
momento de forma simbólica, también a sus adversarios. Piden la muerte de sus
enemigos y comprenden las «causas profundas» del terrorismo. Sus héroes son
asesinos. Acallan a gritos, pedradas y amenazas toda voz discrepante. Su
vanguardia sale a la calle con porras, navajas, cascos y cócteles molotov. Se
sienten víctimas de un Estado que les tolera casi todo pero no puede darles lo
que piden. Se proclaman oprimidos, luego con todos los derechos que sepan
tomarse. Los hay con o sin barniz nacionalista. Son fanáticos de la religión
del agravio. Y se llaman «antifascistas».
Para
el izquierdismo son los chicos de la ira sagrada. Descarriados en sus métodos.
Como los etarras para Arzallus. Como maltratados por el capitalismo, se les
comprende y jalea. Pero no hablemos hoy del odio, la necedad y el culto al
agravio sembrados aquí. Vayamos a Grecia. Un joven muere por un disparo cuando
acosa con sus camaradas a una patrulla policial. El autor del disparo dice que
actuó en defensa propia. Según los «antifascistas», el policía quería matar. Ha
bastado que ardieran en Atenas unas decenas de tiendas y coches para que el
Gobierno griego acobardado detuviera al policía. De nada ha servido. En 24
horas, los «antifascistas» han paralizado diez ciudades y se tambalea el
Gobierno electo. Aquí, la prensa izquierdista habla de «revuelta popular» por
la muerte del «antifascista». Miente. La revuelta popular se producirá si el
Gobierno no impone el orden. Millones de griegos están a merced de unos miles
de vándalos totalitarios. Imaginen un escenario así aquí. Los «antifascistas»
en la calle y las instituciones, cuatro o cinco millones de parados y
centenares de miles de inmigrantes desesperados, unidos a la causa del «agravio».
La memoria histórica podría convertirse en añoranza.
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