ABC 11.02.09
Hace unos días, un antiguo diplomático y ministro, gran
persona y buen coleccionista de pintura, me ofreció ir a un puesto de caza en
una de sus fincas. Vio mi cara y la de mis amigos, escuchó mis excusas de poco
diestro, supo que sólo había disparado Kalashnikovs en alguna boda en los
Balcanes y modificó su invitación. Creo seguir invitado, pero sólo al
aperitivo. No tengo nada contra los cazadores. Los tengo en la familia. Entre
ellos estaba mi prima Loyola, que dejó de cazar cuando fue nombrada ministra de
Agricultura. Por respeto a esa parte de los españoles a los que la caza irrita.
Pensó que representar a todos los españoles en un Gobierno exigía el sacrificio
de no herir a nadie innecesariamente con sus aficiones. Es esa sensibilidad
hacia el prójimo que ya nadie se permite. Tan diferente a la miseria que
desplegaron aquellos que urdieron unas acusaciones contra ella que se revelaron
totalmente falsas después de minarle la salud.
Ahora
veo escenas de caza de gentes del poder que, por supuesto, nada tienen que ver
con aquella inmensa persona. Veo fotografías del ministro Bermejo y el juez
Garzón cazando juntos, disfrutones ellos con las cabezas de las piezas
abatidas. También estaba alguna fiscal útil en esta caza. Sigamos con la
literatura. Pensemos que el reparto de puestos se hizo en el Ministerio del
Interior. Con la asistencia del consejero de un grupo editorial al que los
bancos acreedores consideraban en quiebra antes de la caza. Durante la montería
y después de ella se solucionó todo. Los bancos, obligados por las sinergias
cinegéticas, decidieron tratar bien a quien iba a la caza sin mancharse de
sangre de ciervo. Si Franco acudiera a algún puesto con quienes cazan con
ministros, jueces y fiscales dentro y fuera de Madrid vería que siguen con los correajes
en el cerebro.
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