ABC 02.04.09
NO les revelo ningún secreto al confesar que me siento mucho
más cómodo con políticos que han pasado por una guerra que con los que tuvieron
la suerte de no sufrirla. La experiencia de la destrucción, la percepción de la
fragilidad de nuestra suerte y la comprensión de la inmensa importancia que
tiene el capricho en la vida hacen realmente sabios a quienes tienen mimbres
para serlo. Es incuestionable que nuestro Gran Timonel jamás podría encaramarse
a la suela de los zapatos de un Willy Brandt o un Helmut Schmidt, por citar
sólo a dos grandes socialdemócratas que vivieron la guerra en directo y, por
tanto, han sido inmunes a los sentimentalismos de las batallitas del abuelito
que tanto han marcado para mal a Rodríguez Zapatero. Pero si hubiera vivido
alguna tragedia real, continuada y masiva, de las que abrasan y devoran a las
gentes, sin duda tendría una aproximación a la realidad al menos un poco más
devota. Probablemente incluso él sería capaz de aproximarse a las grandes
verdades y pequeñas realidades con más solemnidad, con menos desparpajo procaz.
El
problema es que ya no tenemos ni un gobernante con experiencia directa de
guerra en Occidente, en los países que debieran defender dentro y fuera de sus
fronteras los principios del sistema que han heredado y los ha hecho libres y
prósperos como ningún otro. Es en gran parte, me temo, el problema que vamos a
tener con Barack Obama. Por supuesto que no tiene un pensamiento tan faldicorto
y frívolo hasta la contumacia como nuestro presidente. Los filtros de la gran
democracia norteamericana jamás lo habrían permitido. Pero las guerras lejanas
y pequeñas, por muy implicado que uno esté en ellas, no pueden aportar a los
gobernantes la experiencia que acumularon y asimilaron un Eisenhower, un
Churchill, un Adenauer o un De Gaulle. Ellos eran muy conscientes de la línea
directa, del foco brutal que conecta en los momentos extremos, entre el pavor y
la pasión del individuo y las grandes decisiones del estadista. Aquí ahora, en
Londres, tenemos hoy una cumbre del G-20 en el que están representados todos
los grandes poderes que acumulan el 80 por ciento de la producción y renta
mundial. Y los mensajes son todos tan alarmantes como livianos a un tiempo.
Todos quieren consolar a la gente. Quizá sean los chinos, en su brutalidad
palmaria, los únicos que transmiten a su población las realidades que ésta
puede cotejar en su existencia inmediata. Los que mantienen, pese a toda su
basura ideológica ya hueca, esa línea roja directa entre el drama individual y
la acción de Gobierno. Los demás, todos los demás, venden frijoles. Y echan
culpas y responsabilidades por la borda como si fueran ratas de las que poder
limpiar el barco en zozobra. Cuando en realidad están alimentando un criadero
de roedores en la sentina. Son líderes sentimentales. Siempre aptos para
provocar las catástrofes que no han vivido.
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