ABC 26.03.09
LA batalla ideológica por la posesión de las palabras no es
nueva. Supongo, sin ninguna certeza, que se entabla de la forma en que hoy la
conocemos con la Revolución Francesa. Supongo, insisto, en que es entonces
cuando no sólo se inventan nuevos palabros y se asigna a ciertas palabras un
significado distinto al que portaban antes de la caída del viejo régimen. Desde
entonces siempre ha habido ofensivas ideológicas para dominar o secuestrar el
lenguaje y proscribir la semántica no deseada. Lo sabemos por George Orwell, lo
sabemos por Víctor Klemperer con su LTI (Lengua del Tercer Imperio) y lo
sabemos por toda la deriva grotesca de movimientos ideológicos surgidos del
sesentaiochismo, con vocación tan totalitaria como el comunismo, el nazismo y
el fascismo clásicos.
Uno de
los frentes de esta batalla se ha librado en el desprestigio por manipulación
de ciertos términos. Entre ellos están por supuesto «elitismo» y
«discriminación», pero también «prejuicio». Podría casi decirse que con la
criminalización del contenido real de estos términos comienza una larga agonía
del vigor y rigor en la voluntad de formación de los individuos que acaba
desembocando ahora en una sociedad desvertebrada y hundida en la ciénaga de ese
sentimentalismo intolerante, hostil al pensamiento racional, cuyos máximos
representantes en España, o quizás en la tierra, podrían ser el presidente
Zapatero y su ministra Aído. Personalmente creo que no hay nada mejor contra el
totalitarismo que el elitismo, la discriminación y el prejuicio. El elitismo es
la vocación de ser que debiera inculcarse a todos los seres humanos desde que
comienzan a hablar y entender. Los niños debieran saber desde muy pequeños que
todos somos iguales en derechos, pero que precisamente por eso todos tenemos el
derecho a perseguir nuestras metas y objetivos más allá de los de otros.
La
discriminación les parece terrible a nuestros gobernantes y por desgracia a la
inmensa mayoría de los educadores, todos amamantados por esas ideas
igualitaristas que tanto les gustan a quienes quieren gobernar a masas
aborregadas y no a individuos con conciencia de ciudadanos libres. Pero la
discriminación ¡ay! lo es todo porque es la libertad que tenemos los individuos
a elegir entre las opciones que nos da la vida en cada minuto, desde la
compañía a la lectura, desde los placeres a los gobernantes. Discriminar es
imprescindible en la elección de los mejores en clase para que no se vean
sometidos a la represión que les obligaría a ser igual que los peores. Enseñar
a discriminar bien es la base de toda educación. Y es también el fundamento de
toda democracia madura y sana porque así se sabrá elegir con criterio y sin
dejarse engañar o embaucar por farsantes peores que uno mismo. Y ahí es donde
interviene el prejuicio que procede de las conclusiones extraídas por el
individuo de su formación, es decir, de las discriminaciones hechas por uno
mismo o transmitidas por sus mayores. La lucha a favor del elitismo, de la
discriminación y del prejuicio es por eso en realidad la lucha por el criterio,
por la libertad del individuo. Por eso precisamente los combaten.
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