ABC 14.01.09
En realidad es sólo cuestión de acostumbrarse. Si le engañan
a uno con regularidad y cierta donosura, sin que medie mayor conflicto ni
protesta, uno acaba por lo habitual confortablemente acurrucado en el papel de
lo que por estos pagos se solía llamar el «pringao». Nada que ver con
gastronomía asturiana. Es calificativo que se adjudica a quienes soportan con
resignación, pasividad, falta de gallardía y ausencia de dignidad los abusos de
otros, más poderosos o no, pero sí más resueltos. Son los chuleados. Por regla
y ni siquiera por necesidad. Es una categoría humana. Y bastante corriente. Se
manifiesta tanto en las relaciones matrimoniales, comerciales, laborales y
sociales. Al principio suele dar pena pero al final no suele generar sino
desprecio.
Algunos
habrán creído que escribo sobre partidos políticos españoles o colectivos más o
menos mayoritarios de nuestra sociedad. ¡Quiá! La frívola reflexión sobre esta
especie de cornudo consentidor me la sugiere, una vez más, nuestra Unión
Europea. Su papel en la llamada guerra del gas que ha dejado a millones de
europeos con los pies fríos, es la de un pringao, víctima, patán y majadero
propio de una comedia de Molière. La guerra entre dos mafias -una hoy agresiva,
la otra acomodaticia y defensiva-, es decir entre Moscú y Kiev, tiene aún esta
noche en jaque a la UE. No fluye el gas. Lloriquea la UE junto a los
oleoductos, siete días después de comenzar el engaño, en el más terrible
desmentido de esa máxima de que el cliente siempre tiene razón. Cuando el comprador
y buen pagador es víctima de tanta y tan repetida estafa, está claro que, más
allá de la catadura de los demás implicados en el negocio, tiene un serio
problema consigo mismo. Cuando alguien se deja chulear con tanta entrega
debería, como dicen, hacérselo mirar.
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