ABC 16.12.08
ES una pena que el inmenso actor que es Pepe Sancho no pueda
multiplicarse ni tenga un par de miles de clones para representar durante un
curso escolar su Enrique IV por todos los colegios de España. Sería la mayor
obra de pedagogía jamás hecha en este país. No es improbable que cambiara el
futuro de nuestra sociedad si unos cuantos millones de niños y adolescentes
españoles, atiborrados de basura televisiva creada en los talleres del cutrerío
ideológico del izquierdismo reinante, tuvieran la ocasión de ver esta magnífica
parábola sobre la farsa. Si tuvieran la posibilidad de asistir a esta juerga
reveladora sobre la mentira y los mentirosos, sobre los miserables y los
tunantes. Pepe Sancho protagoniza esta obra de Pirandello en el Teatro de
Bellas Artes de Madrid. Lleven a sus hijos y nietos si quieren hacerles un
regalo de autenticidad -la de la interpretación del soberbio actor- y de
reflexión sobre la verdad, la mentira y la categoría humana.
¡Cuánta
actualidad triste y tantas veces grotesca hay en esta obra, en la que el conde
que simula enloquecer tras caerse del caballo dice creerse el rey germánico
Enrique IV y embauca, convence y humilla a todo su entorno a seguirle la farsa!
Un ejército de pillos, sinvergüenzas, parásitos y canallas le sigue el juego al
rico poderoso, que es mucho más cruel que el rey desnudo porque disfruta con la
provocación del sobresalto y el miedo de la corte de mediocres y cobardes en
continua simulación. Cualquier jovencito puede reconocer en la obra a todos
quienes en su entorno y fuera del mismo cambian de un discurso a otro con la
naturalidad con que se hace cuando se tiene miedo a defender las ideas propias,
si se tienen. O se quiere adquirir simpatías o favores del poderoso por
detestable o miserable que se antoje. El miedo y los favores. ¿Por qué tendrán,
por ejemplo, tanto miedo a decir la verdad todos los dependientes de un
gobernante mentiroso? ¿Será sólo necesidad de demostrar la pleitesía por medio
de la emulación? ¿Por qué tanta ansiedad por ocultar la verdad a los ciudadanos?
¿Considerarán que decir la verdad entre tanto preso de la mentira podría
interpretarse como una traición? ¿Y ser castigada como tal con el destierro del
jardín del poder y la rapiña?
No se
lo preguntaremos a quienes usan la clandestinidad hasta para cometer sus
escasas acciones honorables. No puede ser que la ocultación sistemática de la
verdad se produzca por falta de autoestima. No entre estos gobernantes que
carecen de todo pudor, que consideran que el dinero público es propio, que
desprecian a todo discrepante y jalean el odio contra todo aquél que ose hacer
pública su discrepancia. No parece plausible que quienes inventan continuamente
cortinas de humo y fuegos de artificio para desviar la atención de sus
tropelías y los resultados de su incompetencia teman no saber recurrir a la
habilidad que manejan con mayor virtuosismo, que es el engaño. La ocultación es
el hábito del impostor. Cada vez mayor, esclavo de sí mismo. Nos dicen, por
ejemplo, que se ocultó el accidente del túnel del AVE porque no hubo muertos.
Pronto se nos ocultarán las cosas porque no hubo muertos suficientes.
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