ABC 17.12.08
«Leo mucho en los periódicos del frío/ y de sus secuelas, de
tontos y muertos/ de desplazados, de asesinos y miriadas/ de planchas de hielo,
pero poco que me sosiegue». Ingeborg Bachmann era un alma de cristal que se
rompió en Roma en 1973. Esta austriaca tan frágil como los pétalos que intuía
en el viento nos regaló la mayor y mejor visión sobrenatural que ha dado la
literatura alemana en el siglo de la tragedia que es éste apenas pasado. Salvo
Gottfried Benn, nuestro Hölderlin cuerdo y gran mago de la palabra alemana,
nadie ha escalado tanto, visto tanto abismo y sentido tal vértigo, ungido al
final por la palabra.
Cuando
murió la poetisa total, yo era menos que un idiota que quería ser Rimbaud,
morir pronto con obra excelsa, escapar de aquí con un saludo memorable y dejar
una huella que años después, redivivo, tan poco me importa. Me acuerdo bien de
entonces. Y aun soy capaz de rememorar lo que sentía, con ella o con Rilke, con
Goethe o con Schiller, con los Maestros Cantores de Nurenberg, con el Mesías de
Händel. Bachmann es tan auténtica que duele viniendo del siglo de la tragedia.
En su inmersión en la pasión y el dolor, en la crueldad imaginada. No ha de
competir Bachmann con su terrible Paul Celan que venía de otra esquina del
mundo oscuro y se encontró con ella y por supuesto se amaron.
El
mundo de la belleza libre y la libertad total que nos convierte en el ser
humano que vierte su generosidad y fantasía más allá de lo nunca imaginable es
la vida que merece vivirse y que todos merecemos, allá lo concibamos. La
intuición de la trascendencia es nuestro hueco hacia la felicidad que todos
sabemos existe y pocos consiguen encontrar. En tiempos de miseria, asediados
como en el medievo por la ira de la menesterosidad y bajeza, es buen momento
para leer poesía y descubrir que somos mucho más que carne para el dolor.
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