ABC 28.04.09
LOS que nunca hemos sido un colmado de virtudes en el trato
de nuestro propio cuerpo tendemos mucho a relativizar la alarma ante
catástrofes sanitarias. Eso somos quienes hemos pasado toda la vida intentando
rebatir la máxima de «mens sana in corpore sano». Porque hemos creído
firmemente en las tesis de Peter Altenberg y Joseph Roth de que la sabiduría
requiere un conflicto con la salud. Cuando uno comienza a dudar de ello suele
ser demasiado tarde para intentar la otra opción. Recuerdo lo irrisoria que me parecía
la recomendación de tanto amigo durante la catástrofe de Chernobil -que yo viví
en Polonia, en Varsovia y en Cracovia- de que me pusiera en las colas para
tomar yodo. A mí, que me fumaba tres paquetes de Marlboro. A mis colegas Paco
Eguiagaray, a Juan González Yuste y a Hernán Rodríguez Molina, tres hombres de
Altenberg y Roth también les hacía mucha gracia. Ellos ya no están. Eso no
quiere decir que no sintamos todas y cada una de las muertes y tragedias
habidas. En las que las víctimas son gentes que jamás quisieron ponerse en
peligro. Desde las pestes medievales, las pandemias americanas, la peste de
nuestra era moderna que es el sida o las gripes aviares o ahora porcinas. Pero
a mí, aun hoy, se lo confieso, me cuesta mucho sintonizar con la alarma social,
con ese miedo generalizado por motivos de salud. Comprendo perfectamente la
labor imprescindible de divulgación y advertencia de los poderes del Estado y
de las instituciones en estos casos. Pero los echo de menos en otras pestes que
carecen de la popularidad necesaria y que también tienen mucho que ver con la
salubridad.
A mí
me da mucho más miedo el hecho de que el presidente iraní Ahmadineyad pueda
chantajear a países cercanos y lejanos con un arsenal nuclear. Y a la gente
parece traerles al pairo. Me causa infinito terror -no por mi vida que al fin y
al cabo será de las ya difícilmente afectadas- que la OTAN retroceda día a día
ante la presión militar del movimiento talibán. Y, esto ya nos toca más cerca,
me siento aterrado ante el hecho de que un Gobierno socialista en el País Vasco
no consiga reunir los altos cargos necesarios para dirigir la región y que todo
se deba al miedo. Tengo auténtico miedo al miedo. Porque es lo que destruye las
sociedades libres. Considero un signo terriblemente alarmante que gente
cualificada y formada se niegue a ejercer un cargo público por miedo. Y no se
trata de exigir heroísmo. Ni de ser el general Charles Gordon en Jartum.
Resulta aterrador saber cuánto miedo hay entre nuestros ciudadanos, entre los
supuestamente más cualificados y teóricamente más informados sobre lo que es la
vocación del bien común. Ese miedo tóxico deja a la ciudadanía inerme. Nadie
puede pedir coraje a la ciudadanía cuando altos ejecutivos no aceptan trabajar
para su país desde un cargo con dos escoltas, inhibidor y chófer. Miedo da este
miedo que es una peste que ya es pandemia.
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