ABC 27.01.09
LA primera vez que me ofrecieron pasar un informe sobre la
vida laboral y privada de un conocido a cambio de favores fácilmente
traducibles en dinero fue a principios de febrero de 1983. Fue en un «Heurigen»
del Burgenland, cerca de la frontera húngara donde, aun en aquella época, las
tropas fronterizas trataban de capturar a los fugitivos en los trenes de
Budapest a Viena lanzando martillos pilones a los bajos de los vagones del
tren. Para desgracia de mi contacto, Spas, un búlgaro amable que hoy será un buen
abuelo, entonces fiel diplomático comunista, hoy seguramente un hombre con
tanta necesidad pero menos miedo, yo ya tenía muchas decisiones tomadas y, si
seguía siendo todo lo arrogante que he podido ser, había dejado de ser lo
suficientemente vanidoso como para que me metiera él en un lío que me habría
torturado la conciencia y la existencia más que otros avatares que después
vendrían. Aquel día, en una de esas tabernas típicas austriacas que son los
Heurigen, con su parra sobre las terrazas y mesas y los borrachos cantando, yo
ya sabía de qué lado estaba. Y dije que no. Al menos en esta pugna, en la que
él me ofrecía estar de su lado, a cambio de dinero, un compromiso y una firma.
No
lejos de allí estaba la frontera de Hegyeshalom que yo conocía muy bien.
Sabía lo que era capaz de sentir una persona con ansias de libertad y vida
cuando quebraba la ley desde la cárcel hacia Occidente. En Berlín o en el
Báltico, en la frontera checoslovaca con Baviera o en la Baja Austria, en los
montes que dan desde Albania hacia el bellísimo monte griego del norte, yo ya
había asistido a lo que era el enfrentamiento directo entre lo que es la
libertad y la miseria. Allí murieron muchos. A veces por simples malentendidos.
En ese limes entre la sociedad abierta y la brutalidad totalitaria habría de
llorar yo aún mucho, de felicidad en el histórico verano de 1989, al asistir a
la huida de decenas de alemanes orientales corriendo por los campos sembrados
hacia Austria sin que los guardas fronterizos húngaros hicieran ya ademán de
impedírselo. También lloré por quienes no lo lograron. Por quienes acogí en
agosto de aquel año en Praga frente a la embajada alemana y durmieron en mi
coche frente a mi Hotel de Las Tres Avestruces. Algunos son hoy gente libre que
apenas se acuerda de aquello. Otros murieron, porque se apresuraron y quisieron
cruzar el Danubio a nado. Allí se dirimía «la vida de los otros».
Cuando
oigo hablar de espías en esta basuraza que algunos han montado en Madrid, me
acuerdo de Kim Philby y de mi joven amigo búlgaro que estaba a punto de
conseguir contratar a un joven cotilla para que informara de los cenáculos
diplomáticos de Viena. Me acuerdo de tanta gente digna y me acuerdo de todo lo
que hice por amor a un periódico que hoy, repleto de pacos, mercados y angustias,
espera en la antesala del filtrador la carnaza que necesita para el sueldo y la
supervivencia. Unos no queríamos ser espías. Otros son meros ácaros de chivatos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario