ABC 25.06.09
HACE bien poco me llegó una multa de 400 euros por
despistarme en un maldito radar instalado en el túnel de la calle de Costa
Rica. Me pareció, me dejarán decirlo, una pequeña pasada. Pero la pagué porque
aquí ya sabemos que los tribunales pueden ser decimonónicos, las carreteras
albanesas, los servicios tercermundistas y los discursos de épocas de
entreguerras, pero la informática y efectividad recaudadora es, como dice el
presidente, de auténtica «txampionslig». Como en realidad me podrían haber
cobrado mil o dos mil euros porque los criterios de nuestro Fouché Rubalcaba y
acólitos a la hora de ponderar multas son inescrutables, me ofrezco hoy aquí
públicamente a hacer una pequeña donación para otra multa que me parece casi
más injusta. El juez de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón, va a tener que
hacer un esfuerzo para pagar la multa de 300 euros que le han impuesto las
autoridades judiciales, que Dios tenga en su gloria. Es lo que le cuesta una
pezuña de alguno de los corzos que abate por las serranías carpetovetónicas. Es
lo que vale probablemente el tercio de una aleta de un merlín, esos bichos
grandes que nadan hasta que los trinca otro de nuestros máximos responsables de
la seguridad, el señor Alberto Saíz, jefe del CNI.
Mi
problema está en que me cuentan que el señor Garzón no paga 300 euros por una
pezuña de corzo ni por una aleta de merlín. Supongo que esos trofeos para
ciertas gentes son regalo de la casa. Ni siquiera los paga por pasar a sesenta
kilómetros por hora por el túnel de la calle Costa Rica en Madrid. El juez de
la Audiencia Nacional que quería ser presidente de ese tribunal especial y que
tiene potestad legal y libertad para meternos a todos en la cárcel por lo que
considere oportuno, va a pagar 300 euros como multa por dejar en libertad a dos
traficantes de drogas. De los serios, no unos «dealers pringaos» de barrio. De
los que inundan las ciudades de heroína y son responsables directos de que en
la Cañada Real de Madrid o tantas zonas de España deambule un ejército de
enfermos hechos unos espantajos. Cuentan que Garzón no se leyó todo lo que
debía leer antes de dejar que estos dos personajes tomaran las de Villadiego. A
nadie debe extrañar que alguien que escribe tanto lea tan poco. Solían decir de
Todor Yivkov y de Nicolae Ceaucescu eran los únicos humanos que habían escrito
más que leído. Yo recuerdo bien como las inabarcables obras completas de esos
dos grandes dirigentes alimentaban las estufas en aquel gélido invierno de los
Balcanes hace ahora veinte años. Lejos de mi intención o deseo ver que las
obras de Garzón corran la misma suerte. Creo que serán un útil testimonio para
los estudiosos de nuestra propia balcanización política, intelectual y
judicial. Pero animo a una cuestación pública para pagar la ominosa multa de
300 euros impuesta a Garzón por su despiste.
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