ABC 23.12.08
HUBO un tiempo en el que se encumbraba con razón la labor
civilizadora de las ciudades. Los escudos de todo el mundo en el que merece la
pena vivir están marcados por el «civitas» como palabra totémica de la vida en
justicia, sabiduría y compasión. Todos sabíamos, o creíamos saber, que las
sociedades abiertas en las ciudades eran los focos de libertad y ciudadanía
desde las que partía, desde la más profunda antigüedad griega, el mensaje de
tolerancia, curiosidad, respeto y cultura hacia los más recónditos lugares del
campo y la montaña. Aunque todos sabemos que ya da cierto pudor, y además
resulta muy ineficaz, utilizar tantas veces las palabras que se profanan tanto
a diario. Aquí la auténtica destrucción del lenguaje, quizá sea la mayor y peor
huella que deje ese hombre en nuestra historia, comenzó cuando el Gran Timonel
Zapatero, al que las palabras y su sentido jamás importan, manifestó aquello de
que «las palabras deben estar al servicio de la política». Así ha sido y así se
han derrumbado en este país el derecho y el respeto que tanta gente, con tanto
esfuerzo y responsabilidad, había logrado construir.
Aquel
trágico momento, aquella infame frase, no tuvo la respuesta de los políticos,
intelectuales y ciudadanos de bien que requería. La sociedad confusa y
«gaseosa», como dice mi admirado Ignacio Camacho, aceptó aquella miserable
sentencia del presidente del Gobierno. Como ha aceptado todo lo servido en
estos años que nos han roto la columna de la dignidad y probidad que nos
habíamos creído haber recompuesto durante las pasadas décadas. Pacientemente lo
hicieron valientes en dictadura y emocionadamente en libertad muchos más. No
esos antifranquistas retrospectivos que ofenden a todo el que lo fue en su día.
Han dinamitado la columna de dignidad y probidad con una violencia disfrazada
por la sonrisa del «Joker».
Santo
Tomás en San Sebastián es todo el síntoma de nuestra gran enfermedad. Que no es
sólo vasca, sino profundamente española. Ni Mikel Azurmendi, ni yo, ni miles de
vascos decentes pueden salir a la calle sin que la masa maoísta les amenace. Es
una anomalía. Nadie consigue ya denunciarla como se debiera. Muchos ni siquiera
la perciben. Ya no se trata de la miseria vasquista agropecuaria, ni de su
mitificación de lo peor. El asalto a «Donostia» por la subcultura abertzale ha
alcanzado todos sus objetivos. El «feísmo» es canon cultural y estético. Y la
violencia, un recurso siempre presente. Amenazante. Inmediato. Mao Tse Tung
quiso romper el huevo para hacer la tortilla del hombre nuevo invadiendo las ciudades
con sus masas campesinas sin complejos. Lo logró durante la revolución
cultural, que dejó más cadáveres en las cunetas de los que Zapatero puede
llevarse a casa para presumir. Las ideologías redentoras llamaron a destruir la
vida urbana, su civilización de compasión. Como Karadzic en el asedio a
Sarajevo, con sus Papac que odiaban la existencia de la ciudadanía, había que
destruir la ciudad para liquidar a los mejores y más libres. Para imponer un
canon nuevo. En ese sentido, queridos lectores, Mao, Karadzic, Zapatero y
otros, tienen sus horas estelares.
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