ABC 10.06.09
El lunes se cumplió el bicentenario de la muerte de un
héroe, en el sentido más estricto, más puro del término. Fue aventurero,
intelectual, escritor de inmenso éxito, líder político, adalid de la libertad
individual, prisionero, condenado a muerte, vilipendiado por quienes le
adoraron y un hombre que sólo tuvo miedo al daño que los demás se podían hacer
a sí mismos por cobardía o necedad. Grandes hombres de la historia le pidieron
consejo para después renegar de él. Millones de seres humanos se conmovieron
con sus ideas y escritos. Cambió la forma de entenderse a sí mismos de
campesinos y burgueses, y en ese sentido puede decirse que cambió el rumbo del
mundo. Marcó con su humanidad las bases de la Constitución norteamericana. Con
el polaco Kosciuszko y el francés La Fayette, este inglés fue padre fundador de
Los Estados Unidos pero también el único miembro extranjero de la Asamblea
francesa en plena Revolución. Pese a no hablar francés. Fue inspirador de las
dos grandes declaraciones de derechos humanos de nuestra historia. Hablo de
Thomas Paine. No fue un guerrero ni mucho menos. Jamás se defendió por la
fuerza ni mató a enemigo alguno aunque tuvo ejércitos deseando matarlo.
Sobrevivió en mazmorras con la misma naturalidad y tranquilidad de espíritu con
la que pisó las mejores moquetas de los palacios y centros de poder en Londres,
en París, en Nueva York o Philadelphia.
Sus
célebres panfletos «Sentido común», «La Crisis Americana» y «Los Derechos del
Hombre» son una guía perenne del hombre de bien. A su entierro sólo asistieron
seis personas. Y sin embargo, hoy aquí algunos le recordamos.
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