Por HERMANN TERTSCH
ABC 02.04.13
Su éxito también lo es, porque sabemos que nada habría
podido hacer sin tan leal como execrable colaboración obtenida aquí, en Madrid
ES cierto que le puede pasar a cualquiera eso del derrame
cerebral. Pero Javier López Peña, alias Thierry, no había llevado una buena
vida. En aquellas imágenes tan poco heroicas de su detención -cuando berreaba
en la indignidad como un tifoso al que le quitan la entrada-, quedaba muy claro
que su alimentación no era equilibrada. Y que probablemente abusó a lo largo de
su vida de ingestas indigestas, valga la cacofonía. Aunque es probable que en
las cárceles francesas le facilitaran una dieta equilibrada y saludable, ya se
sabe que a cierta edad, y Thierry tenía la mía, algunos remedios no reparan ya
daños producidos por viejas costumbres. No todos pueden tener suerte y estar
hechos unos chavales a esta edad, después de todo lo bailado. Thierry se nos
fue. Ahora dicen los suyos que ha sido un crimen. Y no lo dicen como exagerada
queja culinaria. Aseguran que el asesino ha sido asesinado. Y que lo han hecho
«los Estados francés y español». El Estado francés se supone que por darle de
comer. Y el Estado español será por poner los muertos que llevaron a la cárcel
al tal López Peña, españolazo donde los haya. Como médicos forenses nuestros
etarras no tienen precio. Todo magía, como el cáncer de Chávez. Ya sabemos que
Fernando Buesa murió de cabezonería e indigestión política, nos dice Laura
Mintegui. Los dos muertos en la T4 de Barajas, Carlos Alonso Palate y Diego
Armando Estacio, fallecieron al atragantárseles el reconstituyente que Thierry
enviaba a Zapatero para que se portara mejor y cumpliera sus acuerdos con más
diligencia. A Palate y a Estacio les costó la vida, pero el medicamento para
fue un éxito. Desde aquel preciso momento en que estalló la T4, no volvería ETA
a tener queja de José Luis. Ni un incumplimiento, ni un retraso. Socio leal
hasta el final. Todo lo cumplió con plena lealtad al espíritu de esa
colaboración de la que en principio también él se prometía tanto. Por supuesto
que no iba a tolerar que operaciones policiales francesas ni otros posibles
atentados contra su proceso de paz irritaran a los etarras. Hubo que forzar a
los mandos policiales a colaborar con los asesinos de sus centenares de sus
compañeros. Hubo que utilizar a lo más granado de la soldadesca judicial para
tumbar sentencias que molestaban. Hasta culminar en la prometida legalización
de las organizaciones etarras que por un momento le quiso amargar a Zapatero el
Tribunal Supremo con la consistente ayuda de los informes de la Guardia Civil y
la policía. Nada era demasiado para satisfacer a los chicos de Thierry y
Otegui. Ellos, simplemente por el hecho de no matar, confirmar la buena nueva
de que Zapatero había logrado amansar a la fiera. Como un San Francisco
musitando palabras de amor a las bestias salvajes. Cuando la realidad mucho más
prosaica es que aquel socio en el corazón y la cúpula del Estado le había
facilitado a ETA una posición en la que matar no era ya necesario. Y podía
pasar a nuevos puntos en su agenda. Como era el proceso general de legitimación
política e histórica de la lucha terrorista de ETA que avanza imparable gracias
a la colaboración de todos los partidos vascos con la salvedad de ese solitario
luchador en el parlamento de Vitoria que se llama Gorka Maneiro. Thierry ha
muerto y con razón le hacen todas las organizaciones etarras un homenaje. Ha
muerto una vulgar muerte de mala vida. Merece algo de épica, aunque sea
impostada. Su éxito también lo es, porque sabemos que nada habría podido hacer
sin tan leal como execrable colaboración obtenida aquí, en Madrid.
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