ABC 12.04.13
Quieren destruir las instituciones y ven en su debilidad la
oportunidad esperada
NO se sabe ya quiénes son más peligrosos, si los cínicos que
jalean, promueven y protegen los acosos rojipardos contra políticos electos del
partido del Gobierno, o unos responsables del Gobierno y del partido agredido
que hacen todos los días alarde de pensamiento débil. Lo que está claro es que
juntos, unos y otros, nos pueden generar esa mezcla explosiva que les
suministre a los peores radicales de este país la primera sangre derramada en
la calle por enfrentamiento entre ciudadanos de diferentes opciones políticas.
Esa pesadilla no la sufrimos ni siquiera en los momentos más oscuros e
inestables de la transición. Y fue porque todos los partidos democráticos
estaban obsesionados con cumplir la ley y distanciarse con rotundidad de todos
aquellos que la violaban. Ya no es el caso. Las acciones violentas que se han
extendido por todo el territorio nacional cuentan con el apoyo o al menos la
«comprensión» de la izquierda. Que no ha condenado, más allá de alguna honrosa
excepción individual, como la de Felipe González, los violentos acosos contra
políticos del PP.
Hasta aquí hemos llegado por la senda de relativizar, forzar
o violar las leyes en aras de causas supuestamente superiores en moralidad y
bondad. Esta senda la abrió el anterior presidente del Gobierno, en su
delirante e insensata ofensiva para cambiar el régimen constitucional español.
Pactó con todos los violadores de la ley, desde ERC hasta ETA, y abrió este
camino de descomposición legal e inseguridad jurídica que no sabemos adónde nos
puede llevar. Sí podemos estar seguros de que, si no reaccionamos y se le pone
coto pronto, a nada bueno. Es receta de violencia y dolor. Ahora ya están en la
calle quienes desprecian las leyes y desafían al monopolio estatal de la
violencia. Quieren destruir las instituciones y ven en su debilidad la
oportunidad esperada. Enfrente tiene un Estado que parece inerme. Quienes
sabemos que nuestro Estado democrático y de Derecho tiene todas las armas
necesarias para hacer frente a los agresores, desesperamos ante la indecisión,
confusión y evidente falta de carácter de los gobernantes. Así hemos llegado
aquí. Puede que estemos en el umbral de ese escenario de violencia callejera
que anhelan algunos. Ayer por primera vez se supo de una medida administrativa
contra uno de los comandos de coacción de amedrentamiento que circulan hasta
ahora con total impunidad por las ciudades grandes y pequeñas de España.
Esperemos que no salga el ministro del Interior a desmentir toda medida
sancionadora.
Muchos españoles habían depositado enormes esperanzas en un
nuevo Gobierno con mayoría absoluta, objetivos muy claros y que habría sido
capaz de hacer muchas cosas bien, sólo con deshacer felonías de sus
antecesores. Ya han pasado los tiempos de la estupefacción de comprobar que el
Gobierno Rajoy emula en lo peor a Zapatero y su tropa. Ahora ya se mezcla la
indignación por los errores y los incumplimientos con el miedo a que su falta
de iniciativa, creatividad y energía, se plasme en la dejación de su primera
obligación de preservar el orden público. Sin convivencia pacífica y respeto a
la ley, sin seguridad, todo deja de tener importancia. La pasividad oficial y
la impunidad de los agresores provoca reacciones de miedo y necesidades de
autodefensa. No sólo de políticos del PP a los que se puede callar con
sanciones grotescas por decir lo obvio y decente: que si uno ve amenazada a su
familia se defenderá. Todas las dificultades y estrecheces en esta crítica
situación política y económica pueden ser asumibles. Menos el hecho de que
quienes violan la ley, ofenden, agreden y no cumplen decidan siempre y en todo
la agenda en España.
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