ABC 23.04.13
Ahora que la figura del déspota está más que agrietada, la
libertad de Jodorkovski es una llama de esperanza para Rusia
FUE despojado de todos sus bienes, deportado a Siberia,
condenado a ocho años de prisión en aislamiento. Cuando estos se iban a
cumplir, fue juzgado de nuevo y condenado a otros seis más. Fue paseado en
jaula, difamado y ridiculizado por todos los medios oficiales de la inmensa
maquinaria propagandística del Kremlin. En una mazmorra a 4.000 km de Moscú por
motivos políticos, como en su día tantos grandes hombres, nadie le tosió al
Kremlin. Fue invitado al suicidio, amenazado con el manicomio perpetuo y herido
en un atentado con arma blanca en un campo de trabajo. Hizo una huelga de
hambre, victoriosa, para lograr que un amigo también condenado recibiera
tratamiento médico. Lo recibió pero murió después, a los 40 años, a causa de la
salud quebrada por aquel confinamiento siberiano. Desde hace diez años vive con
la permanente amenaza de muerte dentro de prisión. Una década en campos de
trabajo y cárceles siberianas que parece propia de un superviviente a los años
de terror de Stalin o «normalización» brezneviana. Todavía no está a salvo. La
mirada vigilante desde fuera de Rusia ha sido un manto protector para que el
Kremlin y sus carceleros supieran que ningún desmán contra el Prisionero Número
Uno pasaría inadvertido ni sería impune. Y ahora el Tribunal Supremo va a
revisar su causa y su pena. Algunos observadores, y muchos admiradores que ya
tiene en todo el mundo y muy especialmente en Rusia, esperan que pueda salir
antes de la cárcel. Su condena expira en el 2018 cuando cumpliría 55 años y 15
de ellos tras las rejas.
Mijail Jodorkovski, de él hablamos, tenía todas las
características para ser víctima propiciatoria y chivo expiatorio en la Rusia
del Kremlin. Fue uno de los grandes oligarcas que se enriquecieron
vertiginosamente durante el desmantelamiento de la URSS. Era ya en 2003
propietario de la principal empresa petrolífera y el hombre más rico de Rusia.
Odiado por eso y además judío, Putin pudo convertirlo en enemigo ideal y poner
en efervescencia todas las emociones antisemitas rusas. Jodorkovski no era un
oligarca más de los muchos surgidos en aquellos años, solo ávidos de amasar
dinero para la ostentación del poder y la riqueza con clubes de futbol, yates
cada vez más largos y sicarios sin cuento. Aunque utilizara muchos de los
métodos de los demás tiburones para amasar la fortuna desde su puesto de
confianza del presidente Boris Yeltsin. Pero pronto volcó su dinero en intentar
crear y defender una pluralidad que desaparecía bajo el rodillo implacable de
los hombres del antiguo KGB y de las mafias leales a Putin. Y para intentar
crear las bases para una lucha por sacar a Rusia del despotismo asiático hacia
el Estado de Derecho. Cuando, tras ayudar al bloque disidente, Jabloko quiso
elaborar una opción democrática contra Putin sonaron las alarmas en el Kremlin.
Y cuando quiso crear una alianza con compañías petroleras americanas con la
venta de parte de Yukos, su suerte estaba echada. Diez años hace de aquello y
en todas sus comparecencias y mensajes desde que habita en campos de trabajo y
jaulas, Jodorkovski demuestra que una década de sufrimiento extremo ha
convertido lo que era un hombre de éxito y una mente privilegiada en una
persona extraordinaria. Ejemplar para una oposición perseguida, dispersa e
intimidada. Sea cual sea el resultado de la revisión, es capital que salga que
Jodorkovski salga vivo de la cárcel. Salvar a la gran figura anti Putin es un
deber moral de todos. Ahora que la figura del déspota está más que agrietada,
la vida y la libertad de Jodorkovski son una llama de esperanza para Rusia.
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