ABC 19.04.13
No somos capaces de la empatía con quienes luchan de verdad
por la libertad
AYER volvió a pasar. La Policía detuvo en Andalucía a uno de
esos personajes que se asoman a las noticias con cierta regularidad. Un
atracador y butronero, delincuente habitual. El de ayer se convirtió en noticia
porque, por primera vez en años, este ladrón multirreincidente, con docenas de
detenciones en su historial, iba a pisar la cárcel. El juez había dictado orden
de prisión. ¡Vayan ustedes a saber por qué! Tendría un mal día su señoría. Un
representante del gremio de los joyeros, entrevistado en televisión, parecía
hasta conmovido. «Así, así», decía sugiriendo que esa orden de prisión debiera
ser normalidad y no excepción. Pero es excepción. La impunidad del delincuente
reincidente es de las más llamativas. De las más hirientes. Porque la víctima
sufre la ofensa en caliente. Cuando acaba de denunciar al agresor, sale éste en
libertad y se puede reír a la cara de la víctima.
Pero toda la realidad española, su vida política, económica
y cotidiana para la ciudadanía está marcada por el fenómeno de la impunidad.
Somos los mejores consentidores de ese desastre moral. ¿Dónde está el origen de
esta anomalía que tanto nos distingue de países de nuestro entorno? Ellos
también tuvieron sus entusiasmos hipergarantistas e influencias de experimentos
humanitarios, benefactores y antiautoritarios que excluían prácticamente la
sanción o el castigo. En aras de la reinserción. Hasta llegar a la compensación
gratificadora al delincuente como víctima de la sociedad capitalista, injusta y
cruel. Hubo experimentos delirantes, disparatados y alguno más sensatos. Se
pulieron o se desecharon tras experiencias demenciales y contraproducentes. No
así en España. ¿Es la mala conciencia por la dictadura? La sociedad española
vive desde entonces con la gran mentira del antifranquismo a cuestas. O
somatizada. Y las consecuencias son infinitamente más graves que la impunidad
de un ladrón. A todos los españoles les han enseñado a decir que el franquismo
era el régimen más monstruoso. Que la España buena es triunfante sobre el
franquismo. Quienes lo negaban o matizaban fueron acallados y marginados. Los
demás optaron por la comodidad y el silencio. A los niños se les inculcan que
fue el mal absoluto derrotado. Pero a padres y abuelos no les han enseñado a
olvidar del todo. El antifranquista retroactivo es la máxima expresión de esa
inmensa mentira omnipresente. Por lo general son los «apolíticos» en dictadura
que pasaron a compensar su inactividad de entonces con su activismo frenético
contra el franquismo. Cuando éste ya no existía y Franco llevaba lustros
muerto. Está hipocresía omnipresente y militante ha emponzoñado las relaciones
humanas y sociales. El pánico a ser identificado con cualquier gesto
autoritario, que a su vez se vincula al franquismo, hace huir de cualquier
decisión de autoridad y por ende de responsabilidad. Ahí veo el origen de la
anomalía española que lleva a esa aceptación generalizada de la impunidad que
nos trae hasta aquí. Se ha aceptado en políticos corruptos, se asume en
ladrones y estafadores, en agresores sexuales de abominable especie. Y se
acepta cuando sufrimos una agresión exterior. Nuestra insana relación con el
delincuente se traslada al enemigo. Con el terrorismo nadie sabe ceder como
nosotros. En ningún sitio es tan rentable el terrorismo como aquí. Y nuestras
relaciones exteriores adolecen del mismo mal, marcadas por el antifranquismo
retroactivo agudo de Zapatero. Nos inclinamos por garantizar impunidad a
terroristas, secuestradores y dictaduras. No queremos líos. Como buenos
antifranquistas de ahora, que son los acomodados y miedosos del franquismo,
preferimos a Castro y a Maduro. Nos da miedo enfrentarnos a ellos. Y no somos capaces
de la empatía con quienes luchan de verdad por la libertad. Porque nosotros
estamos paralizados por la omnipresente gran mentira. Nosotros consentimos.
Entonces y ahora.
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