martes, 24 de febrero de 2015

LOS CONSENTIDORES

Por HERMANN TERTSCH
   ABC  19.04.13


No somos capaces de la empatía con quienes luchan de verdad por la libertad

AYER volvió a pasar. La Policía detuvo en Andalucía a uno de esos personajes que se asoman a las noticias con cierta regularidad. Un atracador y butronero, delincuente habitual. El de ayer se convirtió en noticia porque, por primera vez en años, este ladrón multirreincidente, con docenas de detenciones en su historial, iba a pisar la cárcel. El juez había dictado orden de prisión. ¡Vayan ustedes a saber por qué! Tendría un mal día su señoría. Un representante del gremio de los joyeros, entrevistado en televisión, parecía hasta conmovido. «Así, así», decía sugiriendo que esa orden de prisión debiera ser normalidad y no excepción. Pero es excepción. La impunidad del delincuente reincidente es de las más llamativas. De las más hirientes. Porque la víctima sufre la ofensa en caliente. Cuando acaba de denunciar al agresor, sale éste en libertad y se puede reír a la cara de la víctima.

Pero toda la realidad española, su vida política, económica y cotidiana para la ciudadanía está marcada por el fenómeno de la impunidad. Somos los mejores consentidores de ese desastre moral. ¿Dónde está el origen de esta anomalía que tanto nos distingue de países de nuestro entorno? Ellos también tuvieron sus entusiasmos hipergarantistas e influencias de experimentos humanitarios, benefactores y antiautoritarios que excluían prácticamente la sanción o el castigo. En aras de la reinserción. Hasta llegar a la compensación gratificadora al delincuente como víctima de la sociedad capitalista, injusta y cruel. Hubo experimentos delirantes, disparatados y alguno más sensatos. Se pulieron o se desecharon tras experiencias demenciales y contraproducentes. No así en España. ¿Es la mala conciencia por la dictadura? La sociedad española vive desde entonces con la gran mentira del antifranquismo a cuestas. O somatizada. Y las consecuencias son infinitamente más graves que la impunidad de un ladrón. A todos los españoles les han enseñado a decir que el franquismo era el régimen más monstruoso. Que la España buena es triunfante sobre el franquismo. Quienes lo negaban o matizaban fueron acallados y marginados. Los demás optaron por la comodidad y el silencio. A los niños se les inculcan que fue el mal absoluto derrotado. Pero a padres y abuelos no les han enseñado a olvidar del todo. El antifranquista retroactivo es la máxima expresión de esa inmensa mentira omnipresente. Por lo general son los «apolíticos» en dictadura que pasaron a compensar su inactividad de entonces con su activismo frenético contra el franquismo. Cuando éste ya no existía y Franco llevaba lustros muerto. Está hipocresía omnipresente y militante ha emponzoñado las relaciones humanas y sociales. El pánico a ser identificado con cualquier gesto autoritario, que a su vez se vincula al franquismo, hace huir de cualquier decisión de autoridad y por ende de responsabilidad. Ahí veo el origen de la anomalía española que lleva a esa aceptación generalizada de la impunidad que nos trae hasta aquí. Se ha aceptado en políticos corruptos, se asume en ladrones y estafadores, en agresores sexuales de abominable especie. Y se acepta cuando sufrimos una agresión exterior. Nuestra insana relación con el delincuente se traslada al enemigo. Con el terrorismo nadie sabe ceder como nosotros. En ningún sitio es tan rentable el terrorismo como aquí. Y nuestras relaciones exteriores adolecen del mismo mal, marcadas por el antifranquismo retroactivo agudo de Zapatero. Nos inclinamos por garantizar impunidad a terroristas, secuestradores y dictaduras. No queremos líos. Como buenos antifranquistas de ahora, que son los acomodados y miedosos del franquismo, preferimos a Castro y a Maduro. Nos da miedo enfrentarnos a ellos. Y no somos capaces de la empatía con quienes luchan de verdad por la libertad. Porque nosotros estamos paralizados por la omnipresente gran mentira. Nosotros consentimos. Entonces y ahora.

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