Por HERMANN TERTSCH
ABC 01.03.13
A todos deja en un aprieto el Papa que se tornó peregrino.
Como San Benito cuando dejó todo para fundar Montecasino
Cuando concluyó el pontificado de su antecesor, Juan Pablo
II, se congregaron en Roma todos los grandes estadistas de este mundo para
darle su último adiós. Había sido aquél un Papa de multitudes. Ayer, Benedicto
XVI vivió su último día de pontificado como una cuestión interna, casi íntima,
de la Iglesia. Después de haberse despedido del mundo un día antes con un bello
discurso en una inolvidable última audiencia general en San Pedro. Ayer
transmitió sus últimos mensajes a la curia. Para los que aun no han entendido
todas las implicaciones y consecuencias del inmenso paso dado por el ya
Pontífice emérito. Les habló de la unidad «de modo que el Colegio de Cardenales
sea como una orquesta donde las diversidades de la Iglesia Universal confluyan
siempre con la armonía superior y acorde». Y expresó ante ese Colegio que tan a
prueba ha puesto, su «reverencia y obediencia incondicional al próximo Papa».
Nadie debería cuestionar la humildad profunda de este hombre que se retira
ahora a «su última etapa como peregrino». Aunque algunos en la curia, pero
también entre los fieles de la Iglesia, habrán querido ver una excesiva
libertad propia, cuando no osadía y arrogancia, en esta ruptura de la rutina,
de la regla y la tradición por parte de un Papa siempre profundamente
consciente del valor de las tradiciones. «La cruz se lleva hasta el final», le
quisieron recordar algunos con nada disimulado reproche. Y él ha respondido que
la cruz la llevará hasta el final y que en absoluto escapa a la privacidad sino
a la oración. Benedicto XVI no eligió su nombre por capricho. Se decidió por
San Benito, un cristiano de la iglesia antigua que convirtió sus reductos de
oración, sus monasterios benedictinos con su regla, en firmes bastiones de la
cultura, de la civilización occidental en una Europa acosada por los bárbaros.
Y también en homenaje a Benedicto XV, el Pontífice que sufrió en sus carnes el
inmenso trauma de la Primera Guerra Mundial. El Papa que desesperó con la Gran
Guerra generadora de una crisis de civilización que hizo surgir la nueva
barbarie, las ideologías redentoras, las religiones laicas sustitutorias,
fascismo, nazismo, comunismo. Y que trajo ese gran naufragio de Dios que supuso
para el mundo, para la Europa de San Benito, de Montecasino, de Silos o de
Göttweig, la apoteosis del crimen desde el GuLag al Holocausto. Este Papa ha
dedicado su vida a la reflexión con la oración y a la búsqueda de la razón en
la fe. Y ha visto que la Iglesia ha llegado a una situación dramática bajo el
manto de su rutina del letargo intelectual, la corrupción y los hábitos de
poder. Que ha de volver a crecer por encima de sí misma para afrontar este
mundo de evolución vertiginosa. Pero en el que el mensaje más bello jamás
concebido en la humanidad, de amor al prójimo, entrega, humildad, compasión y
esperanza tiene que tener tanta vigencia como siempre o como nunca. Él ha visto
que su mejor servicio posible a la Iglesia estaba ya en ponerla ante el inmenso
reto de renovación. Había de ser de forma traumática. Siempre tuvo enemigos.
Los de fuera, son los movidos por odio a la Iglesia y fobia al cristianismo.
Perversiones intelectuales de las ya mencionadas ideologías redentoras y las
agresivas formas del positivismo arrogante, más doctrinario y dogmático que
mucha religión. Y los de dentro. Los que en el seno de la Iglesia viven con la
pereza y el cinismo del mundo más profano. A todos deja en un aprieto el Papa
que se tornó peregrino. Como San Benito cuando dejó todo para fundar
Montecasino.
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