ABC 22.01.13
El que roba en tu bando roba en tu nombre. Te traiciona y
engaña. Destruye tu prestigio y reputación
«DESPRECIO mucho más a quienes roban mientras pretenden
defender mis ideas que a cualquier ladrón ajeno, adversario o enemigo». Con
esta frase quise terciar ayer en el interminable intercambio de acusaciones
entre quienes creen llegado el momento de linchar y criminalizar a todo el
Partido Popular y quienes responden a éstos recordando el largo y reconocido
acervo de corrupción acumulado por el Partido Socialista en 35 años de
democracia. Las respuestas a estos 133 caracteres no se hicieron esperar y comprobé
que muchos no entendían siquiera el postulado de la frase. La mayoría, en un
esfuerzo de equidad, se manifestaba convencida de que todos los ladrones son
iguales e igual de despreciables. Muy pocos entendieron la especial severidad
con quien delinque en el bando propio. No entienden que el que roba en tu bando
roba en tu nombre. Te traiciona y engaña. Destruye tu prestigio y reputación.
Porque desde fuera siempre te considerarán de la misma condición que el peor de
tu bando. Y viola tu honor porque quiebra la exigencia moral del acto de buena
fe de asociarse con un objetivo decente, incompatible con el latrocinio. Esta
incomprensión tiene que ver con el trato otorgado en esta sociedad nuestra al
concepto de honor. Pocos valores han sido peor tratados en la educación, en los
medios y en las nuevas costumbres que el concepto del honor, esa antigualla.
Hoy, la mayoría lo confunde con orgullo. O peor aun, con soberbia. Además,
cualquier valor inmaterial «tradicional» pasa hoy por ser una casposa rémora
reaccionaria.
El honor convertido en un derecho y defendido como tal en las leyes es, en
realidad, la reputación u honra social. Tampoco es el honor ese concepto tan
propio de tiempos tiernos que es «la autoestima» con el que la industria de la
psicología, pedagogía y el «wellness» nos recomienda querernos, mimarnos y
consolarnos. El honor es un compromiso de exigencia a uno mismo. Que impone un
código siempre mucho más estricto que las leyes y las convenciones. Porque
responde a una voluntad de ser mejor, de vocación elitista. De ser cada vez
mejor que uno mismo. Y de ser mejor que los demás. Una vocación que, por tanto,
consiente y acepta en los demás unos fallos, actitudes o conductas, que no se
tolera a sí mismo. Quienes tuvimos una educación alemana en décadas de posguerra
tenemos una ventaja al respecto. El enorme peso de los crímenes cometidos «en
nuestro nombre» convertía en una máxima prioridad combatir el instinto
gregario. La resistencia del individuo a la presión de la masa pero también la
individualización del crimen, del delito, frente a la culpa colectiva
(Kollektivschuld) fomentaba ese concepto del honor. Que no era ya por supuesto
el honor prusiano. Pero cultivaba la auto exigencia en el diálogo interior de
una forma que no he vuelto a ver. Y por supuesto, la educación permanente en la
memoria y la conciencia de un padre que cayó víctima de la Gestapo con el 20 de
julio hasta el final de la guerra. Pero que sabía que eso había sido demasiado
tarde. Y siempre cargó con su responsabilidad previa en el trágico fracaso de
las elites que se rebajaron a gregarios. Que no condenaron, frenaron y
combatieron a los criminales cuando aun se podía haber evitado la
monstruosidad. Son éstas, para mí, razones de peso para una especial
sensibilidad al respecto. Para considerar una agresión añadida a cualquier
tropelía, el hecho de que se cometa al abrigo de la propia nación, partido o
colectivo. El honor es voluntad propia, pero hay que salvarlo día a día. Y no
del enemigo, sino del que combate bajo la misma bandera.
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