ABC 11.01.13
La sociedad española demuestra infinita paciencia. Pero ha
llegado el momento de que el Estado de Derecho dé la señal
CUANDO más virulenta es una epidemia de cólera, más se
acuerda la gente de la higiene. Por el mismo principio se ha evocado con
frecuencia en estos pasados años -cierto que sólo en determinados círculos- la
ética de la responsabilidad de Max Weber. Este distinguió entre la «ética de la
convicción» y la «ética de la responsabilidad» como las dos máximas entre las
que debe distinguir un político o un hombre de acción a la hora de actuar. La
ética de la convicción es la que dicta obrar sin considerar las consecuencias,
por creencia o compromiso superior. La ética de la responsabilidad ordena
considerar antes de un acto todas las consecuencias previsibles del mismo que
puedan derivarse para uno mismo pero ante todo para los demás. Estas dos no se
excluyen sino se complementan y la supremacía deseable de una u otra depende de
la situación. Pero queda claro que para el gobernante la que debe prevalecer en
general es la que sopesa todas las consecuencias de un acto para todos los
gobernados. Como bien han comprobado todos los españoles en esta pasada década,
dicha ética de la responsabilidad quedó oficialmente abolida en España con la
llegada al poder de unos individuos que sólo conocían lo que llamaremos
eufemísticamente la «ética de las intenciones». Ésta dictaba a sus valedores
-Zapatero a la cabeza-, que cualquier acto de gobierno debía valorarse única y
exclusivamente por las intenciones albergadas al concebirlo y llevarlo a cabo.
La bondad de los sentimientos del gobernante a la hora de tomar una decisión se
hacía así determinante y eximía de toda responsabilidad o reproche en el caso
de que las consecuencias del acto resultaran en brutal contradicción con la
bondad pretendida. Y así sucedió que las buenas intenciones empedraron el
camino hacia el infierno. Sin el menor atisbo de lamento ni mala conciencia de
unos gobernantes que se justifican aun hoy alegando bondad como principal
componente de su criterio. Es una trampa saducea para justificar el haber
gobernado sin escrúpulo, sin competencia ni decencia y con absoluta
irresponsabilidad. Con los resultados que ya conocemos. Y sin que nadie del
Gobierno que ha causado tan brutal daño haya sufrido ninguna consecuencia por
los resultados de sus actos. La perversa abolición de la ética de la
responsabilidad se une así a la impunidad general reinante en una mezcla
explosiva. La procacidad de los apaños extrajudiciales de Unió son un insulto
para una población maltratada. Y parece mentira que personas inteligentes y con
cierta sensibilidad como el fiscal General Torres Dulce alegue que son legales.
Faltaría más. Pero no por ello tolerables. Pero es sólo un caso entre mil en un
paisaje desolador. Y no lo ven. En estos dos últimos años, según se deterioraba
la situación de gran parte de la sociedad española, ha quedado claro lo lejos
que están los partidos políticos de aceptar la necesidad de un punto y aparte.
Lo ciegos que están ante la necesidad en máxima urgencia de una catarsis que
restaure el pacto entre el sistema representativo y los representados. Para la
necesaria acción común de regeneración nacional. Para que demagogos, agitadores
totalitarios y violentos no emponzoñen aun más la situación. La sociedad
española demuestra infinita paciencia. Pero ha llegado el momento de que el
Estado de derecho dé la señal. Tienen que sufrir las consecuencias de sus
actos. Gente tiene que ir a la cárcel. Y no poca. No es un drama. El drama
vendrá si no sucede. Es imprescindible para que todos visualicemos un cambio de
época. Para recuperar la ética de la responsabilidad en los gobernantes y la
confianza en la justicia en los gobernados.
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