ABC 12.02.13
Ahora son muchos también los que tampoco habrán comprendido
al frágil Ratzinger cuando ha decidido que había llegado el momento. Sin aviso
LA incomprensión de muchos no le preocupó nunca. Ni al joven
teólogo Joseph Aloisius Ratzinger con sus ambiciosos escritos tempranos, ni al
severo cardenal Ratzinger cuando, como Prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, ejercía con mano de hierro y se granjeaba las mismas fobias
de enemigos de la iglesia que de corrientes «liberales» en el seno de la misma,
Tampoco como Papa Benedicto XVI ha tenido miedo a la incomprensión cuando
irrumpió con radicalidad en los lentos procesos de esclarecimiento del
escándalo de la pederastia. Y expuso al clero de muchos países al escrutinio
interno y externo. Ni cuando habló del islamismo y le pidió que dejara atrás su
carácter violento. Ni cuando arremetió contra ese relativismo mendaz de la
sociedad moderna en la que todo vale lo mismo, lo bueno y lo malo, el culpable
y la víctima, lo efímero y lo eterno, lo auténtico y lo falso, la verdad y la
mentira. Y cuando ha llamado a los creyentes a hacer frente al atropello
permanente de un laicismo agresivo que se pretende tolerante, pero sólo lo es
con la intolerancia. Un laicismo militante que mantiene una obsesión de acoso
contra el cristianismo, mientras pide comprensión para el islamismo político y
todo tipo de desviaciones ideológicas radicales. El 24 de abril del 2005, había
pedido: «Rezad por mí para que no huya en pavor ante los lobos». Iba a
encontrar muchos lobos en cuanto desplegara su tenacidad y lucidez para luchar
contra lo que no sólo creyentes consideran ya plagas de la modernidad . «Si
sólo hubiera cosechado aplauso habría tenido que preguntarme seriamente si
estoy proclamando el Evangelio».
Benedicto XVI, con su serenidad inamovible, ha irritado
hasta el paroxismo a las ideologías del odio y al frente político y mediático
de la tiranía de una corrección política que sólo sirve para perpetuar una
hegemonía izquierdista de la cultura. Los ha puesto literalmente enfermos como
se ha vuelto a ver en el alarde de simplezas, bajezas y zafiedad sin límites de
que han hecho gala tanto políticos y periodistas. Especialmente por supuesto en
España, donde somos campeones en el alarde de pestilencias culturales, odios
gratuitos y mala educación.
Ahora son muchos también los que tampoco habrán comprendido
al frágil Ratzinger cuando ha decidido que había llegado el momento. Sin aviso.
No se trata sólo de que no quiera agonizar en el cargo como su antecesor Juan
Pablo II. Aunque también. Sabe que su debilidad física y falta de presencia de
ánimo en asuntos de gobierno fomenta disensos e intrigas que irían
necesariamente en aumento. Estaba pensado, muy pensado. Lo había sugerido de
forma más o menos clara a varios interlocutores. Para impedir el vacío de poder
que inevitablemente causaba la ancianidad en la Silla de San Pedro. Hacía falta
mucho valor para tomar esta decisión. No sólo porque nadie había dado ese paso
en seis siglos, que no es poco. Ante todo, porque a partir de ahora lo tendrán
que dar, obligadamente ya, todos los que lo sigan en el Pontificado. Ratzinger
había demostrado siempre su inmensa valentía intelectual. Ayer la llevó a su
máxima expresión, al imponer, con tímida y frágil voz, un colosal cambio en la
forma de asumir y entender el Pontificado, por la curia, por la Iglesia y por
el mundo. Para que el Vaticano no quede en manos que no sean las del Pontífice.
Él se retira a rezar y pensar hasta el final. Después de haber meditado sin
duda con exacta pulcritud todo el proceso que se abre con el anuncio hecho al
filo del mediodía de este 11 de febrero para la historia.
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