ABC 09.04.13
Todos sufrieron sus grandes éxitos en las batallas contra el
«zeitgeist» de la mediocridad consensuada, acomodada y amedrentada
HAY que comprender a la izquierda. Hay que entender que se
ponga literalmente enferma cuando oye hablar de Margaret Thatcher. Hay que
hacerse cargo de lo mucho que han sufrido con ella todas las diversas tribus de
la izquierda mundial. Desde el Kremlin al sindicalismo minero británico, desde
los comunistas de todo el mundo hasta los socialistas europeos. Es más, hasta
todos los socialdemócratas cómodamente instalados en los partidos de derechas.
Todos quedaron en evidencia, muchos en el ridículo más espantoso. Otro día
escribiré de Thatcher vista desde la Europa comunista, donde pasé aquella
década. Adorada, hay que decir. Hoy hablemos del terrible trauma que la Dama de
Hierro fue para la izquierda británica y occidental.
En el Reino Unido, todos sufrieron sus grandes éxitos en las
batallas contra el «zeitgeist» de la mediocridad consensuada, acomodada y
amedrentada. Y vivieron como una larga derrota todo el thatcherismo, cuya
principal arma de conquista no era siquiera su ideología, que la tenía y podía
resumirse como «libertad más responsabilidad», sino el más implacable sentido
común. Con sentido común y la cruda verdad como principales argumentos,
Margaret Thatcher, irrumpió en la vida política británica, gris y decadente
como pocas desde el final de la II Guerra Mundial. Como una peste se había
extendido el culto estatista desde la misma contienda. El Reino Unido
languidecía bajo un inmenso sector público y un sistema de beneficencia que
juntos engullía los ingresos tributarios de un régimen fiscal que tenía
exhausto a todo el país. De guardianes del pensamiento único estatista fungían
unos sindicatos poderosísimos y brutales. Muchos vaticinaban el fin de la City
de Londres como sede financiera, al igual que la huida de las compañías
privadas hacia el otro lado del Atlántico. La quiebra del sistema, con décadas
de flujo de inmigración desde las colonias y bolsas de dependencia, tensión
racial, decadencia industrial en el norte, era un proceso en marcha.
Llegó al poder en 1979. Cuando se fue en 1990, por desgaste
y errores como el Poll Tax, ya había hecho historia. No sólo con su decisiva
aportación al hundimiento del Imperio soviético. Con el triunfo de sus ideas
liberales. Desde la convicción de la absoluta interdependencia de libertades
económicas y libertades individuales, a la necesidad de combatir la dependencia
y fomentar la competencia, la excelencia y la meritocracia. Aparte de sus
principios sobre la necesidad de luchar por la libertad siempre allá donde las
democracias se vean amenazadas. De la firmeza frente a la agresión, la amenaza
y la tiranía. El IRA lo sufrió en sus carnes. Pero también de la honradez
implacable y la autenticidad sin miedo. La izquierda nunca se recuperó.
Sufrió mucho y no pueden esperarse de ella buenas palabras,
salvo en gentes de especial grandeza. Hay pocas. En España, el ínfimo nivel del
discurso de la izquierda sólo es capaz de hacer torpes caricaturas. Y los
insultos que balbuceaban ayer jóvenes contra Thatcher en las redes revelan una
vez más en qué manos está la educación en este país. Pero en la hora de su
muerte hay que recordar que el momento estelar de Thatcher se dio en 1980.
Cuando las calles ardían en Londres. Los sindicatos amenazaban en todo el Reino
Unido. Y los conservadores tenían miedo físico. Pedían a su primera ministra
que enmendara su política. Que se conciliara con los sindicatos, que no tocara
el sistema de beneficencia, que anulara los recortes. Que renunciara a reformas
para lograr la vuelta a la normalidad. Dijo que no. Dejó claro que no sólo
tenía principios sino el coraje para imponerlos. Capeó el temporal. E hizo, en
pocos años, grande de nuevo al Reino Unido.
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