ABC 08.02.13
«ADOLF Loos y yo (..) no hemos hecho otra cosa más que mostrar que existe una diferencia entre una urna y un orinal, y que sólo a partir de esa diferencia se establece un margen para la cultura. Los otros (...) se dividen entre los que usan la urna como orinal y los que usan el orinal como urna». Esta sentencia del genio de la palabra que fue el periodista y escritor y polemista y dramaturgo Karl Kraus, suele encontrarse en su colección de aforismos, tan lúcidos como implacables, tan crueles como reveladores. Kraus se refiere como compañero de fatigas al gran arquitecto Loos, incansable teórico del funcionalismo y enemigo de la ornamentación en Viena. Ambos luchaban por un vínculo directo, rotundo, inmediato, entre su instrumento, entre su obra y lo esencial. Adolf Loos lo hacía con edificios en los que no había concesión al ornamento y la belleza surge de la desnuda esencia del objeto funcional. Tan directo era Loos, tanto transgredía su dura sobriedad las normas amables decorativas de la estética vienesa del XIX, que causó las iras del anciano emperador Francisco José. Cuando osó construir junto al Palacio de Hofburg la hoy célebre Casa Loos (Looshaus) generó tanto disgusto al emperador, que éste dejó de utilizar la puerta de palacio hacia la Michaelerplatz.
La lucha de Loos contra el pasteleo decorativo que convertía
las ciudades en escenarios falsos era, decía Kraus, como su propia lucha contra
la hipocresía en la vida política y cultural vienesa. Y contra la permanente y
obscena perversión del lenguaje. Que esconde, como los decorados superfluos,
toda la falsedad y vacuidad no ya de la lengua, sino del pensamiento y la
conducta de los protagonistas de aquella vida a principios del siglo XX que
Kraus fustigaba con saña a diario. Quien disfraza o decora tanto un orinal como
una urna, corre peligro de confundir la esencia de los objetos y por tanto su
uso. Y su significado. Con lo que estaríamos ante otra sentencia, otro aforismo
de Kraus: «Palabra y esencia -éste es el único vínculo al que he aspirado en
toda mi vida». Esa era la máxima y gran proclamación de su legendaria revista Die
Fackel, (La antorcha).
Cada día es más evidente en España la razón que tenía Kraus
en su defensa del vínculo entre el lenguaje y la integridad de la sociedad y
las personas. Él, que se proclamaba continuamente al borde de la desesperación
con la hipocresía y vacuidad del lenguaje en la Viena del primer tercio del
siglo XX, en la España del siglo XXI se habría cortado las venas. Porque ahí
brota toda su torpe corrupción. Que es debilidad y falta de rigor, pereza y
mezquindad, indolencia y cobardía. Si nadie en la política sabe explicar un
concepto, cómo se va a transmitir un valor o principio. No me atrevo a evocar
los calificativos que habrían merecido en Die Fackel las respuestas
de Rajoy en la conferencia de prensa de Berlín. Por no hablar de las
explicaciones de los periodistas del diario El País sobre la
autenticidad de las fotocopias de las copias de las fotos de los presuntos
papeles. A los portavoces Floriano o Valenciano les habría dedicado una edición
entera. Si no se sabe describir y distinguir una urna y un orinal, acaba uno
mezclando objetos y fines. Y la lengua cargada de imponentes chorreras de
pringue hecho y eufemismo de la nada, no transmite más que desazón, desmoralización
y confusión. Y por supuesto, engaño. La perversión del lenguaje es la del
pensamiento, de la conducta y del paisaje. O como decía también Karl Kraus: «La
lengua es la madre del pensamiento, que no su chacha».
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