ABC 15.02.13
Está demostrado. La imagen del político corrupto preso es
una terapia benefactora que se instala en la retina colectiva
MILLONES de españoles luchamos todas las mañanas con el
hígado para no vomitar la primera papilla con las noticias que desayunamos. Los
escándalos de robos, llamémoslo robos, por parte de políticos, llenan las
páginas y los espacios de radio y televisión. Y si varían algo en las técnicas,
tampoco es que tengamos genios en el virtuosismo de la estafa sofisticada. Ese
que dio glorias entretenidas en Europa en el siglo XX y cuyo último gran
fabulador en España fue Gonzalo Torrente Malvido. Aquí no tenemos imaginación
sino rapacidad. No hay finura sino zafiedad glotona y vulgar. No hay elegancia
ninguna sino rufianismo pretencioso. El único entre los cacos -supuestos habrá
que decir- que muestra un poquito de nivel en el enredo es «el cabrón de Luis»
Bárcenas. Que ha organizado un pollo lo suficientemente enrevesado como para
seguir enredando en libertad. Mientras, come ostras en Francia y se bebe todo
el champán. Ha montado un lío que le basta para llevárselo crudo, alimentar
egos y quizás algo más y hundir en el ridículo cruel al diario que se creía aun
alguien y capaz de derribar a un gobierno de mayoría absoluta con una campaña a
partir de unas fotocopias. Esperemos que, gracias a las brillantes ayudas
recibidas, casi menos por amigos que por enemigos, Bárcenas y algunos otros
listos no se vayan de rositas. En los anales en todo caso entrará la vocación
al cambalache de una dirección del PP que ha creído de verdad que podría marear
a todos indefinidamente con medias verdades y parches tan chapuceros y lerdos como
solo el PP sabe hacer.
Pero volvamos a nuestros ladrones patrios, que no han
inventado nada. Han hecho masivamente, eso sí, lo que el ministro del Interior
austriaco, Ernst Strasser, solo logró en grado de tentativa. Y por lo que ahora
cumple cuatro años de cárcel. Austria, que tiene su propia historia de la
corrupción rica y hasta literaria, ya goza de los magníficos efectos para el
ánimo colectivo que supone ver que los políticos corruptos van a la cárcel. De
verdad. Hasta hace dos décadas, con dos grandes partidos, sindicatos,
todopoderosas cámaras de comercio, concertación y estado asistencial, había
cien veces más corrupción que ahora. Pero -eso del «hoy por ti, mañana por mí»-
nadie pagaba. Aquello daba un cierto aire suroriental a la política en Viena,
en cuyo Tercer Distrito, solía decir el canciller Metternich, empezaban los
Balcanes y sus oscuros hábitos. Hoy esas brumas de complicidad son impensables.
Los políticos y los banqueros que roban van a la cárcel. Está demostrado. La
imagen del político corrupto preso es una terapia benefactora que se instala en
la retina colectiva. Eso no significa que se haya acabado la corrupción. Lo que
se ha acabado es la impunidad.
Ahora estamos asistiendo en Cataluña a un escándalo que han
dado en llamar de espionaje. Las prácticas mafiosas y de espionaje entre
partidos son terroríficas. Escandalizan hasta a los mafiosos rusos. Pero más
grave es que Jordi Pujol hijo, acusado por su exnovia de tratarla como el
jovencito Nicu Ceaucescu a sus esclavas sexuales, de evasión masiva de capital,
de negocios ilegales y fortunas inmensas de procedencia no explicada, ande por
ahí como si le acusaran de saltarse un semáforo. Y que tenga aterrorizada y
temiendo por su vida a la exnovia que, visto lo visto de los encuentros en el
restaurante Camarga, es la única persona que se ha portado con decencia en este
siniestro sainete. La sordidez añadida a la rapacidad y chulería en este caso
solo revela la urgencia de ver la terapia austriaca aplicada en toda España.
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