Por HERMANN TERTSCH
ABC 17.05.07
Hubo un tiempo tremendo en el que nadie se creía o quería
atreverse a creer que sucedía lo que después se dijo que había pasado. Nadie
tenía el coraje de asumir la posibilidad de ponerse en ridículo avisando sobre
una emergencia que, se sabía, todos habrían de negar. Al unísono el coro de la
política, la economía, la buena cultura y sociedad, habrían de ridiculizar al
que pintara tan negras imágenes en el horizonte. Las exageraciones siempre han
sido groseras, se decía y se despreciaba a petimetres, interesados y pequeños
imbéciles asustados ante lo que sucedía, los que pedían auxilio y hacían sonar
las alarmas porque veían en el poder a gentes que no les protegían como
ciudadanos. Tenían la obsesión de que de repente en aquella democracia tenían
un Gobierno que los quería mal y ellos no sabían por qué, porque nunca habían
delinquido y siempre fueron obedientes de la ley. Pedían ayuda y comprensión,
pero la mayoría se reía de los miedos ajenos.
Y el Gobierno decía que eran los agitadores quienes tenían
la culpa. Las denuncias eran falsas. Y en noviembre, era el 9, se rompieron los
cristales. Aquello fue triste. Pero lo que no pudimos soportar, ni el abuelo,
ni mis padres, ni mi hermana Nelly es que al día siguiente, el Gobierno nos
dijera que no había pasado nada.
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