ABC 02.11.12
Hubo que ser santo o loco para defender o reivindicar la
identidad y la fe que hasta poco antes era la de todos
IDENTIFICAR las ausencias es labor cumbre en una creación,
un reconocimiento, un análisis. Tantas veces es el arte suprema el imaginar lo
ausente que es parte del todo. Y condición para su plenitud. Dicen que faltan
líderes, faltan héroes, falta coraje frente a la infamia, falta decisión ante
la facilidad del mal. ¿Cómo siempre? ¿Más que nunca? Hablemos de ausencias. En
1926 llegaba a Moscú Walter Benjamin. Allí escribió los Diarios moscovitas.
Son muchas las magistrales descripciones y reflexiones que el joven pensador
dedica a la dura pero aun vibrante vida en la capital de la recién nacida Unión
Soviética. En una de ellas, Benjamin habla de una ausencia que sintió pronto:
el de las campanas moscovitas. La terrible ausencia del tañido de las campanas,
en aquella época habitual en cualquier ciudad europea como su Berlín natal, le
sorprende. El silencio de las campanas de Moscú era pesado y llamativo. Ni una
campana, campanita o gong sonaba en aquellos años. Era en realidad aquel
silencio un estrépito. Por aquella omnipresencia de capillas, iglesias,
santuarios y monasterios. En efecto, hasta pocos años antes, Moscú era una
ciudad cuyo cielo vibraba con el tañer de diez mil campanas, grandes y pequeñas,
de mil tamaños y tonos, con cambiante intensidad, que convocaban al rezo y
celebraban la presencia y la fuerza de la iglesia pravoslavie -la ortodoxa, la
correcta- de todos los rincones de la tercera capital de la cristiandad después
de Roma y Bizancio. Y no hacía cien años. No era fruto de un largo proceso de
secularización como el habido después en el mundo occidental. Había sido una
brusca ruptura. Un seísmo artificial. Poco más de un lustro antes muy pocos
rusos se habrían atrevido a pasar ante una iglesia o un convento sin
santiguarse. Pero cuando llega Benjamin había concluido el Primer Plan
Quinquenal, durante el cual se bajaron de sus campanarios, desmontaron y
fundieron muchos miles de campanas en Moscú, cientos de miles en toda Rusia. Y
ya había comenzado la demolición de iglesias, monasterios, mezquitas, sinagogas
o su reconversión para otros fines como almacenes o garajes. La pequeña minoría
bolchevique de 1917 ya había llevado por entonces a la inmensa mayoría de
creyentes rusos a desfilar en ceremonias de humillación de los popes, la
iglesia y sus símbolos. Conveniencia, miedo, terror, la escalada en la
percepción humana del riesgo. El trabajo, el salario, el bienestar de los
hijos, la supervivencia, todo dependía del fervor con que se participara en los
actos oficiales ateos.
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