domingo, 22 de febrero de 2015

LAS CAMPANAS DE MOSCÚ

Por HERMANN TERTSCH
  ABC  02.11.12


Hubo que ser santo o loco para defender o reivindicar la identidad y la fe que hasta poco antes era la de todos

IDENTIFICAR las ausencias es labor cumbre en una creación, un reconocimiento, un análisis. Tantas veces es el arte suprema el imaginar lo ausente que es parte del todo. Y condición para su plenitud. Dicen que faltan líderes, faltan héroes, falta coraje frente a la infamia, falta decisión ante la facilidad del mal. ¿Cómo siempre? ¿Más que nunca? Hablemos de ausencias. En 1926 llegaba a Moscú Walter Benjamin. Allí escribió los Diarios moscovitas. Son muchas las magistrales descripciones y reflexiones que el joven pensador dedica a la dura pero aun vibrante vida en la capital de la recién nacida Unión Soviética. En una de ellas, Benjamin habla de una ausencia que sintió pronto: el de las campanas moscovitas. La terrible ausencia del tañido de las campanas, en aquella época habitual en cualquier ciudad europea como su Berlín natal, le sorprende. El silencio de las campanas de Moscú era pesado y llamativo. Ni una campana, campanita o gong sonaba en aquellos años. Era en realidad aquel silencio un estrépito. Por aquella omnipresencia de capillas, iglesias, santuarios y monasterios. En efecto, hasta pocos años antes, Moscú era una ciudad cuyo cielo vibraba con el tañer de diez mil campanas, grandes y pequeñas, de mil tamaños y tonos, con cambiante intensidad, que convocaban al rezo y celebraban la presencia y la fuerza de la iglesia pravoslavie -la ortodoxa, la correcta- de todos los rincones de la tercera capital de la cristiandad después de Roma y Bizancio. Y no hacía cien años. No era fruto de un largo proceso de secularización como el habido después en el mundo occidental. Había sido una brusca ruptura. Un seísmo artificial. Poco más de un lustro antes muy pocos rusos se habrían atrevido a pasar ante una iglesia o un convento sin santiguarse. Pero cuando llega Benjamin había concluido el Primer Plan Quinquenal, durante el cual se bajaron de sus campanarios, desmontaron y fundieron muchos miles de campanas en Moscú, cientos de miles en toda Rusia. Y ya había comenzado la demolición de iglesias, monasterios, mezquitas, sinagogas o su reconversión para otros fines como almacenes o garajes. La pequeña minoría bolchevique de 1917 ya había llevado por entonces a la inmensa mayoría de creyentes rusos a desfilar en ceremonias de humillación de los popes, la iglesia y sus símbolos. Conveniencia, miedo, terror, la escalada en la percepción humana del riesgo. El trabajo, el salario, el bienestar de los hijos, la supervivencia, todo dependía del fervor con que se participara en los actos oficiales ateos.

Negar la identidad propia, la historia anterior y la verdad evidente era necesario para abrazar la nueva identidad, la única que permitía vivir. La autoridad también sentía la ausencia del tañer de campanas. Había que suplantar y ocultar la realidad previa, como fuera. Sustituían el clamor del tañido de las campanas con aullidos de las sirenas de las fábricas a ciertas horas y en días festivos. En los colegios y en la prensa se combatía sin tregua la identidad nacional y cristiana. La incipiente radio era ya el medio total para difundir la nueva identidad y combatir la vieja. Cuando Benjamin llega apenas hay cinco mil receptores en la URSS, cuando se va son casi dos millones. Unos años más tarde, en los grandes juicios farsa de 1937, los gritos del fiscal Vishinski a los condenados eran el sonido de los tiempos. Y el cuento del mundo ideal que construía el hombre nuevo entraba ya en todos los hogares. Pronto hubo que ser santo o loco para defender o reivindicar la identidad y la fe que hasta poco antes era la de todos. Y eso fue en tierra y época de héroes.

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