ABC 26.02.13
Unos ya han intentado derribar al Gobierno con viles
artimañas de despacho. Otros buscan una tragedia en la calle
SI aguanta, España sale. Eso parece estar fuera de dudas.
España ha dado grandes pasos en este último año. No todos los que debiera. Ni
mucho menos. Algunos también en falso. Muchos demasiado cortos y tarde. Y
quizás no del todo bien. Pero siempre en la dirección correcta. Y hay motivos
para la esperanza de que, quizás no tan pronto como dice el Gobierno, pero sí
en un futuro medianamente próximo, este país comienza de verdad una
recuperación general. Sin duda, dicen, sí aguanta. Porque esta condición cada vez
pesa más. Según se intensifican en muchos las dudas para algunos de que
realmente vaya a aguantar. Y que las miserias y las peores tradiciones de
España no vuelvan a convertirse en obstáculo infranqueable en su camino hacia
un futuro de prosperidad y el desarrollo en libertad. El ejercicio de los
últimos diez años de evocar los peores fantasmas del pasado ha tenido terribles
frutos. En la pasada década no sólo se ha cumplido todo lo necesario, por
acción y omisión, para dar un golpe cuasi letal a nuestra economía. También se
sentaron las bases para hacer descarrilar el tren de la convivencia, de los
consensos mínimos y del pacto histórico de la transición. Doce años después de
las primeras llamadas a la revancha y superación del pacto constitucional por la
entonces joven dirección del PSOE bajo Rodríguez Zapatero, hoy la convivencia
nacional es un paisaje de escombros tan desolador como el propio partido
socialista, quebrado territorial, ideológica y estructuralmente. Más de diez
años de deterioro en un discurso de enfrentamiento y de odio que para los más
jóvenes que acceden ahora al debate público es más de media vida. Y esa
generación que no había cumplido los diez cuando la fatalidad llevó al poder a
aquella secta socialista de nuevo cuño, no conocen otra cultura del debate
público y la discusión política que aquella que tiene por fin aniquilar al
enemigo. Sin estos años de preparación intensiva con tanta colaboración de
medios e instituciones supuestamente decentes, esta sociedad no habría olvidado
su mesura y madurez de décadas pasadas. No se dejaría convertir en jauría
vociferante ni en las televisiones ni en las calles ni en los medios ni en las
redes. No habría ese entusiasmo por la razón de la masa. Por el clamor
justiciero que ignora todos los hechos que puedan importunar las ansias de
aplastar al «enemigo del pueblo» que los jaleadores identifican y señalan.
Surge la grotesca mueca de la masa enfervorizada y rugidora, de la horda que
aplaude o abuchea como una sola bestia. Y la manipulan, dirigen y agitan unos
adalides insólitos, la mayoría asidua hasta ayer en las orgías corruptas de la
olla podrida de la política tradicional. Hay que acabar con la salvedad, con la
discrepancia, ese es el lema. Aplastar a quien apele a la verdad o la razón
contra de la satisfacción inmediata de la pasión baja del linchamiento.
Ya no está el principal peligro para el futuro de España en el abismo
financiero, ni en la prima de riesgo, la falta de crecimiento económico o el
paro. Está en la destrucción de la convivencia y en la plasmación en violencia
y manipulación política del odio engendrado. Que fomentan no sólo quienes
ideológicamente trabajan con el odio como mercancía. También quienes viven en
la sociedad moderna de la agitación de los sentimientos. Con tanto sentimiento
que exige satisfacción, las leyes y las reglas sólo son un estorbo. Ya buscan
atajos. Unos ya han intentado derribar al Gobierno con viles artimañas de
despacho. Otros buscan una tragedia en la calle para incendiarla. Veremos si
España aguanta.
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