Por HERMANN TERTSCH
ABC 15.03.13
Los devotos odiadores de la Iglesia que tanto tiempo le
dedican buscando su debilidad son el menor de los problemas de la Iglesia
YA tenemos Papa. Francisco. A todos ha sorprendido una vez
más la Iglesia. Todas las quinielas, todos los augurios y las deducciones de
los ejércitos de vaticanistas se han ido literalmente al garete. Creen que la
curia es el comité central del Partido Comunista de la Unión Soviética, el
consejo de administración de una multinacional en el Club Bilderberg, la Logia
del Gran Oriente o el casino de un pueblo. Interiorizan su propia propaganda,
según la cual, en el Vaticano no se dirimen más que cuestiones de poder. Un
poder sofisticado, implacable, que hace de la Iglesia otra organización humana
más, marcada por la competencia, los intereses y la ambición. Al final resulta
que sí, que la iglesia es una organización humana y mundana, llena de
pecadores, con juegos de poder, con cálculos e intrigas, lucha de intereses,
banderías y trampas. Pero siempre pasan por alto quienes miran desde fuera con
frivolidad u hostilidad y conceptos y ritmos propios, que si bien es cierto que
en la Iglesia hay todo eso, mucho y en demasía, hay además algo más. Mucho más.
Se les olvida con frecuencia a vaticanistas aficionados como a los enemigos más
devotos de la Iglesia, que ahí dentro hay gente, mucha gente, que se cree lo
que predica y lo que hace. Y cree en la vida que vive para su fe, para la
Iglesia y los demás. Que hay allí mucho trasiego de poder y dinero, que está la
banca y el comercio de bulas y recomendaciones tan activo como en tiempos de
Lutero. Pero se les olvida que además de eso, hay allí mucha gente que cree en
Dios. Y en Jesucristo. Y en el verbo sagrado. En una historia insólita que como
ninguna en la historia de la humanidad fue un superventas en las popularización
de cualidades humanas que siguen siendo incuestionadas. Y admiradas por otras
religiones y por quienes no son creyentes. Que esa gente de púrpura y los
decenas de miles de hombres y mujeres que dedican su vida a la Iglesia creen en
ese mensaje que arranca tanta sonrisa condescendiente a gran parte del hombre
moderno educado sin Dios. Creen en ese mensaje que desde que lo propuso aquel
judío de Galilea ha sido imbatible. Con su osada vocación de amor incondicional
al prójimo, es más, también al enemigo. Y de perdón, de compasión, concordia y
solidaridad, de respeto a todos los humanos sin distinción, de paz, de
mansedumbre, de amor a la verdad, de humildad. Son una oferta difícil de
superar y hasta ahora no lo ha sido. Y no deja de intentarse imitar, en parte o
en todo. Desde hace siglos una guerra enfrenta a la razón con la fe. Y la fe no
ha dejado de perder terreno. Pero ha sido en los campos de batalla más
primitivos. La fe del carbonero es derrotada en las sociedades pero también por
una razón de vuelo bajo, por una razón de carbonero. Por desgracia, la propia
naturaleza del arco de fe y razón que Benedicto XVI quiso exponer, tiene claves
complejas que la hacen poco accesible para el hombre cada vez más alejado de la
propia intuición del gozo del hecho religioso. Los devotos odiadores de la
Iglesia que tanto interés y tiempo le dedican buscando, con torpes consejos, su
debilidad y destrucción son el menor de los problemas de la Iglesia. Esos
devotos enemigos obsesionados por hacer daño tienen mensajes tan perecederos y
obsoletos como mil proyectos de redención humana enterrados en estos dos mil
años. Pobre gente, pobre mensaje frente a la humilde grandeza de la esperanza
que se despliega ahora en Roma.
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