ABC 19.07.07
Dos
bombarderos rusos Tupolev 95 coquetearon el pasado martes con los límites del
espacio aéreo británico al norte de Escocia. Se acercaron mucho, mucho, y
anduvieron enredando por las alturas un rato antes de perderse. Estas cosas
pasan. Hasta con estos aviones que no son precisamente los más pequeños y
rápidos y que por esa condición pueden hacer maniobras raras en momentos de
despiste. Cierto que también puede pasarles a estos aparatos. Y que suele ser sin
especial intención. En el cielo no hay balizas y el descuido existe. Sin
embargo, en esta ocasión, nadie en Londres parece haber entendido que los dos
aviones rusos, TU95, de alcance estratégico y capacidad de portar armamento
nuclear, se hubieran perdido por la zona después de una excursión.
No son días amables en la
relación entre Moscú y Londres. Cuatro espías rusos tan descuidadamente
disfrazados de diplomáticos como antaño bajo bandera de la URSS, han sido
expulsados del Reino Unido en una de las primeras medidas adoptadas en política
exterior por el primer ministro Gordon Brown y el Foreign Office bajo David
Miliban. Los agentes rusos de la actualidad actúan con una inmensa falta de
vergüenza convencidos de que las democracias occidentales hacen ejercicios
malabares para no gastarse un dólar en servicios de contraespionaje en este
mundo de comprensión y alianzas entre democracias y totalitarismos. Londres es,
ha sido y esperemos será siempre, muy distinto. Gracias a que lo fue, Europa es
hoy un paisaje libre donde la mayoría se permite el lujo de dormitar y otros
pueden identificar las amenazas que suponen los regímenes que chantajean o
mandan directamente a agentes propios a matar a refugiados políticos en
territorios ajenos. Londres no ha podido hacer más que otros por presos
políticos como Jodorkovski y otros perseguidos por un Kremlin ya perfectamente
controlado por la «nueva clase», distinta de la descrita por el
comunista montenegrino Milovan Djilas en su legendario ensayo sólo en el
sentido de que la hipócrita disciplina ideológica de antaño ha sido sustituida
por la lógica implacable del poder, económico en sus mecanismos y mafioso en
sus formas. Ahora Londres si ha respondido con contundencia al asesinato de
Alexander Litvinenko y ha dejado claro que la política británica no se deja
intimidar por el matonismo de los cachorros de la Lubianka. Angela Merkel ya
advirtió a Putin de que no puede tratar a las grandes democracias europeas con
los ademanes rufianescos con los que quiere despachar a sus vecinos, repúblicas
exsoviéticas o exmiembros del Pacto de Varsovia.
Volviendo
al cielo, habría sido lógico que en días de tensión las fuerzas aéreas rusas
hubieran mostrado especial recato en acercarse al espacio aéreo del Reino Unido
en sus maniobras. Que no fuera así dice mucho del discurso adoptado por Moscú
hacia el exterior. Vladimir Putin –da la impresión– cree que puede sacar
continuo rédito a la obsequiosidad de gran parte del mundo occidental y tensa
la situación porque sabe que el conflicto exterior es su gran baza para
mantener una cohesión que es fruto de una bonanza económica por precios de
materias primas que no será eterna.
Todos
somos conscientes del escaso prestigio social y político que tiene hoy en día
denunciar conflictos políticos por justificados que sean porque ya parece norma
que quien los describe los genera. Nada hay más bonito que lanzarse al
entusiasmo de la conciliación y el diálogo con quien sea. En metáfora
políticamente incorrecta podría decirse que todo padre de familia asaltado en
su casa y violadas dos hijas, tiene el sacro deber de buscar fórmulas de
entendimiento con el asaltante para no acabar considerándose culpable de la
violación de la tercera. Es esa «Casa tomada» de Julio Cortázar que no hace
mucho recordaba Fernando Savater en relación con el País Vasco. Sin embargo,
todavía hay esperanza porque quedan gentes, líderes políticos y sociedades con
memoria no inventada que reaccionan como uno desearía ver reaccionar a sus
propios gobernantes y también a su entorno. Una vez más es el Reino Unido el
que demuestra el carácter suficiente para advertir al violador que habrá de
asumir las consecuencias de sus actos que jamás le serán condonados por la
amenaza de una escalada de los atropellos.
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