martes, 24 de febrero de 2015

NOMENKLATURAS

Por HERMANN TERTSCH
  ABC  26.03.13


Ya sabemos que el desvarío de acuerdo del Eurogrupo de hace diez días, de aquel malhadado fin de semana, no tiene padre

FUE ver ayer al holandés Jeroen Dijsselbloem -sólo Dios sabe por qué nada menos que presidente del Eurogrupo- y acordarme del entrañable Mijail Voslensky. Este fue un brillante disidente ruso exiliado en Múnich, autor del libro Nomenklatura. No lo evoqué porque se le pareciera en nada al ilustre ruso este joven holandés, que ayer la montó parda en las bolsas con sus comentarios faldicortos sobre la aplicación general del modelo chipriota de la quita a los ahorradores. El venerable Voslensky, miembro de la Academia soviética de Ciencias, era un hombre sabio. Dijsselbloem parece un perfecto frívolo. Voslenski escribió con Nomenklatura uno de los libros capitales para entender la Unión Soviética por dentro. Era una descripción de los personajes y las conductas de los privilegiados del poder soviético. Estaba inspirado en el legendario libro La Nueva Clase del disidente Milovan Djilas. Éste le escribió un prólogo para la primera edición occidental en 1984. Una de las realidades que más impresionaron de aquel libro, como había sucedido con La Nueva Clase, publicado por Djilas en 1957, era el absoluto desapego de la clase dirigente del socialismo real, en este caso el soviético, de las realidades de sus respectivas sociedades. Los burócratas y aparatchiks de esa nueva clase llamada Nomenklatura por Voslenski vivían en realidades paralelas que jamás se encontraban con las del súbdito soviético.

No voy a unirme yo al coro de los eurófobos -no sólo británicos- que nos quiere hacer creer que Bruselas es ya la capital de una implacable dictadura que aplasta los derechos de todos los europeos como en su día el Kremlin los de los pueblos soviéticos. Pero sí hay que preguntarse en qué realidad vive gran parte de esa clase política, esa nomenklatura, que por ingresos, privilegios, ubicación o desubicación e intereses, tan poquísimo tiene que ver con la vida de las sociedades que supuestamente dirigen y en todo caso condicionan con sus obsesiones regulatorias, decretos, acuerdos y -vive Dios que hoy lo estamos viendo-, innumerables chapuzas. Hablamos del ejército de burócratas y hablamos de sus jefes, esa mezcla de políticos nacionales alienados y funcionarios con vocación de satrapía. Las chapuzas no se ven sólo en las políticas regulatorias que demuestran tan profundo desconocimiento de los intereses de los afectados como podrían tener los comisarios soviéticos del XI Plan Quinquenal en Moscú sobre los remotos pueblos transcaucásicos. También se percibe, sangrantemente, en la gestión de las diversas crisis que estallan en serie en los últimos años. Porque nadie sabe ya quién dice nada en calidad de qué. Ni quién manda. Pero la alegría con la que funcionarios no electos por nadie, véase el ínclito Jeroen Dijjsenbloem, se dedican a sentenciar sobre vida y hacienda de ciudadanos de la Unión, sean chipriotas o no, es un perfecto insulto. Y sí se parece a la soberbia con que los comisarios soviéticos decidían qué pueblo debía pasar más hambre, producir las acero, entregar más cerdos o tener más cortes de luz. Ya sabemos que el desvarío de acuerdo del Eurogrupo de hace diez días, de aquel malhadado fin de semanas, no tiene padre. Que aquello no lo propuso nadie ni lo aprobó nadie. Pese a haber sido acuerdo unánime. La regla común es que si no hay padre, hay madre y todos miran a Merkel. ¿Oigan, y los demás? Habrán oído hablar de un tal Hollande u otros líderes europeos. Nada por aquí, nada por allá. Nadie manda. Sólo está Merkel para insultarla. Y cuando hay que explicar algo nos sale un fantasma de la nomenklatura, un tal Dijsselbloem, del que nadie sabe nada. Y nos monta un quilombo.

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