ABC 26.03.13
Ya sabemos que el desvarío de acuerdo del Eurogrupo de hace
diez días, de aquel malhadado fin de semana, no tiene padre
FUE ver ayer al holandés Jeroen Dijsselbloem -sólo Dios sabe
por qué nada menos que presidente del Eurogrupo- y acordarme del entrañable
Mijail Voslensky. Este fue un brillante disidente ruso exiliado en Múnich,
autor del libro Nomenklatura. No lo evoqué porque se le pareciera en nada
al ilustre ruso este joven holandés, que ayer la montó parda en las bolsas con
sus comentarios faldicortos sobre la aplicación general del modelo chipriota de
la quita a los ahorradores. El venerable Voslensky, miembro de la Academia
soviética de Ciencias, era un hombre sabio. Dijsselbloem parece un perfecto
frívolo. Voslenski escribió con Nomenklatura uno de los libros
capitales para entender la Unión Soviética por dentro. Era una descripción de
los personajes y las conductas de los privilegiados del poder soviético. Estaba
inspirado en el legendario libro La Nueva Clase del disidente Milovan
Djilas. Éste le escribió un prólogo para la primera edición occidental en 1984.
Una de las realidades que más impresionaron de aquel libro, como había sucedido
con La Nueva Clase, publicado por Djilas en 1957, era el absoluto desapego
de la clase dirigente del socialismo real, en este caso el soviético, de las
realidades de sus respectivas sociedades. Los burócratas y aparatchiks de
esa nueva clase llamada Nomenklatura por Voslenski vivían en
realidades paralelas que jamás se encontraban con las del súbdito soviético.
No voy a unirme yo al coro de los eurófobos -no sólo
británicos- que nos quiere hacer creer que Bruselas es ya la capital de una
implacable dictadura que aplasta los derechos de todos los europeos como en su
día el Kremlin los de los pueblos soviéticos. Pero sí hay que preguntarse en
qué realidad vive gran parte de esa clase política, esa nomenklatura, que
por ingresos, privilegios, ubicación o desubicación e intereses, tan poquísimo
tiene que ver con la vida de las sociedades que supuestamente dirigen y en todo
caso condicionan con sus obsesiones regulatorias, decretos, acuerdos y -vive
Dios que hoy lo estamos viendo-, innumerables chapuzas. Hablamos del ejército
de burócratas y hablamos de sus jefes, esa mezcla de políticos nacionales
alienados y funcionarios con vocación de satrapía. Las chapuzas no se ven sólo
en las políticas regulatorias que demuestran tan profundo desconocimiento de
los intereses de los afectados como podrían tener los comisarios soviéticos del
XI Plan Quinquenal en Moscú sobre los remotos pueblos transcaucásicos. También
se percibe, sangrantemente, en la gestión de las diversas crisis que estallan
en serie en los últimos años. Porque nadie sabe ya quién dice nada en calidad
de qué. Ni quién manda. Pero la alegría con la que funcionarios no electos por
nadie, véase el ínclito Jeroen Dijjsenbloem, se dedican a sentenciar sobre vida
y hacienda de ciudadanos de la Unión, sean chipriotas o no, es un perfecto
insulto. Y sí se parece a la soberbia con que los comisarios soviéticos
decidían qué pueblo debía pasar más hambre, producir las acero, entregar más
cerdos o tener más cortes de luz. Ya sabemos que el desvarío de acuerdo del
Eurogrupo de hace diez días, de aquel malhadado fin de semanas, no tiene padre.
Que aquello no lo propuso nadie ni lo aprobó nadie. Pese a haber sido acuerdo
unánime. La regla común es que si no hay padre, hay madre y todos miran a
Merkel. ¿Oigan, y los demás? Habrán oído hablar de un tal Hollande u otros
líderes europeos. Nada por aquí, nada por allá. Nadie manda. Sólo está Merkel
para insultarla. Y cuando hay que explicar algo nos sale un fantasma de la nomenklatura,
un tal Dijsselbloem, del que nadie sabe nada. Y nos monta un quilombo.
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