Por HERMANN TERTSCH
ABC 16.01.11
«Siempre con un par de guardaespaldas de traje barato,
portaban todos inmensos relojes y anillos de oros. En el ambiente, las grandes
gestas de Cartago»
Los
amables policías con chaquetas de cuero, bigote impecable y corte de pelo
militar parecían haber interiorizado perfectamente su papel de azafatas para un
día que les había sido anunciado. Todos se esforzaban por cumplir como guías y
simpáticos acompañantes a los invitados extranjeros convocados para un gran
discurso del presidente, Zine el Abidine Ben Ali, —Ben Alí a secas para todos—.
La tranquilidad era absoluta. El control también. En el centro de la capital,
circulaban ociosos los sempiternos policías conocidos por unos y fácilmente
identificables por todos.
Todos los bares, restaurantes y comercios habían añadido
en sus escaparates grandes carteles con la fotografía del presidente. Ben Alí,
luciendo diversos uniformes que en un país europeo sólo aceptaría ponerse un
portero de hotel o aparcacoches de restaurante de lujo, sonreía benévolo desde
los retratos omnipresentes. «Para nosotros es más que nuestro presidente, es
como nuestro padre», decía un policía, ya a la entrada del palacio presidencial
donde se había formado un atasco de coches de lujo franceses. El presidente
padre tiene larga tradición en dictaduras de todo pelaje, desde Papa Doc en
Haití a Ceaucescu en Rumanía. Todo lo que hace el padre presidente, incluidos
todos los lujos para sí y para sus colaboradores y clanes cercanos, son un
gesto de deferencia que el líder hace para representar mejor a sus hijos.
Ben
Alí los representaba muy bien. Con su segunda mujer mejoró mucho al respecto. Y
la apropiación de los bienes públicos por parte de la familia política alcanzó
niveles chocantes incluso para este rincón del mundo. La voracidad de la
familia de la líder consorte recordaba a la de Elena Ceaucescu. Pero no le
bastaba con joyas, dinero y empresas sino que también pretendía tener cosas que
decir y de mujer moderna, lo que irritaba a los estudiantes y la amplia clase
media tunecina.
De los
coches que hacían cola ante el palacio presidencial salían hombres con uniforme
o traje oscuro y mujeres con vestidos de mil colores vivos y cargadas de joyas.
Ellos, siempre con un par de guardaespaldas de traje barato, portaban inmensos
relojes y anillos de oro. Todos se saludaban con mucha cordialidad y era
evidente que aquella pequeña clase dirigente se trataba con mucha frecuencia.
Todos decían que esperaban con gran interés el discurso del presidente y
hablaban de una nueva etapa para Túnez. Igual que una hora más tarde todos
coincidían en que el discurso pasaría a la larga historia del país y enlazaba
en la continuidad de grandeza con las grandes gestas de Cartago.
La
primera década del milenio transcurría sin sobresaltos extremos en este país
del Magreb oriental. El régimen tunecino se mostraba enormemente efectivo en la
detención de los terroristas. Estaba claro que el régimen de Ben Alí, fiel al
pasado del líder como policía y ministro del interior, tenía infiltrados e
informantes en todos los sectores de la sociedad. Pero lo cierto es que los
reunidos hace cinco años para festejar que Ben Alí les dijera que el negocio
iba bien, están ahora ya huidos o preparando su fuga y fórmulas de proteger
joyas, cuentas, coches y fincas.
No era
ni mucho menos la más cruel de la región. La pequeña dictadura cleptocrática
exigía para su supervivencia que las clases humildes no estuvieran peor que el
año anterior y las preparadas y laicas temieran estar peor si Ben Alí caía. Y
el policía corrupto y presumido que nunca dejó de ser el presidente parecía
creer que el pacto sería eterno. Pero la fiesta se ha acabado. Veremos si se
impone la cordura o la crueldad. Ambas están ya en pugna por el futuro.
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