ABC 13.06.10
La canciller alemana Angela Merkel tiene suficientes
problemas propios como para ocuparse de los que generan sin cesar algunos otros
europeos. Europeos por situación geográfica, pero caribeños por convicción. No
hay más que escuchar las sinsorgadas sobre la evolución positiva de Cuba de
nuestro ministro Moratinos por el hecho de que la dictadura castrista va a
soltar a un preso medio muerto y quedarse con todos los demás. O el papel de
España en exigir al resto de los europeos, desde la presidencia de la UE, que
se dediquen a las mismas ocurrencias cretinas de nuestro ministerio de
Igualdad, que nos cuestan decenas de millones de euros. Y que sólo responden a
esa ideología sectaria de barrio de la que es máxima responsable nuestra
ministra Bibiana Aído, «la intelectuala», aunque muchos otros miembros de la
tropa gubernamental no le van demasiado a la zaga. O la defensa hasta de un
orden laboral franquista y de unos sindicatos que han tomado con toda
naturalidad —y la misma representatividad— el papel de los viejos sindicatos
verticales.
Por eso, Angela Merkel, y no sólo ella, ha llegado a la
conclusión de que aquí hay muchos que quizás sobren, porque no reman, sino
infestan la sentina. El proyecto europeo ha sido siempre una apuesta alemana de
la posguerra. Por mil razones. Unas históricas y otras de pragmatismo
económico. Y pocos países se han visto más beneficiados de esa actitud alemana
que España. Pero ni unas razones ni otras pueden justificar a medio plazo una
sangría económica alemana por el tontiloquismo de unos vecinos o socios. Simplemente
no hay razón lógica que lo fundamente. Como tampoco es comprensible que vayan a
asumir la pérdida de votos y si acaso el poder por defender o financiar las
películas socialistas en rincones que, por falta de competitividad, por nula
política energética razonable —es decir nuclear y no de bailes carísimos como
la solar—, y por imposiciones ideológicas perfectamente obsoletas, van camino
de ser estados fracasados.
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