ABC Viernes, 04.11.11
TODOS asustados ante la
crisis, angustiados por la incertidumbre, todos estupefactos ante la impotencia
de los poderosos para devolvernos la tranquilidad. Todos con miedo al futuro.
Los europeos experimentan un estado de ánimo que les era desconocido. Las cuitas
particulares de los ciudadanos, en continuo aumento, se ven agravadas por una
peculiar angustia general que no recuerdan haber sentido nunca salvo si son
octogenarios con mucha memoria. Se trata de una sensación de precariedad
angustiosa que se ha extendido por todo el continente y que se manifiesta de
muy diferentes formas y con diversa intensidad en unos rincones u otros de este
continente. Se suma a la terrible convicción de que nuestras sociedades han
tocado techo de alguna forma. De que hemos superado un punto de inflexión en el
desarrollo siempre lineal de nuestro bienestar. En los últimos años se ha
abierto paso ya la percepción de los europeos de que algo muy valioso se ha
acabado y nada volverá a ser como antes. ¿Cuándo era antes? Para las democracias
occidentales el antes ha sido todo el largo periodo de paz desde la Segunda
Guerra Mundial. Una paz ésta jamás vista en este continente en el que durante
siglos cada generación vivía una guerra en edad adulta. En este periodo de paz
sin precedentes los europeos se acostumbraron rápidamente a todas las
bendiciones resultantes que han sido una libertad, una prosperidad y una
seguridad como jamás ha vivido en ninguna parte del mundo sociedad alguna.
Estas virtudes de las sociedades libres de Europa Occidental demostraron hace
treinta años su vitalidad con la conquista del resto del continente, hasta
entonces cautivo de una ideología tan brutal como caduca. Y Europa vivió la
euforia por el triunfo de estas ideas generosas, compasivas y eficaces como ninguna
otra. Hoy aquello para los europeos es ya historia lejana. El pesimismo actual
nada tiene que ver con aquellos arrebatos de «europesimismo» que nos
diagnosticábamos en las décadas de los sesenta o setenta. La certeza de que
nuestros hijos vivirán peor que nosotros es sin duda un factor determinante.
Pero más allá está la idea de que nuestras hasta ahora sacrosantas
instituciones son mucho más que vulnerables, son tan frágiles y huecas que no
pueden cumplir ya con su labor suprema de garantizarnos la protección en un
mundo cada vez más duro, competitivo, implacable. Sesenta años sin guerra,
libérrimos y cada vez más ricos y sin embargo ni un poco más sabios, hemos
creado unas sociedades hiperprotegidas, intantilizadas y sentimentales
incapaces de reaccionar ante situaciones extremas o conflictivas sin caer en la
depresión o el pánico. Antes, antes del antes, es decir durante toda la
milenaria historia europea salvo los últimos sesenta años los europeos aun
sabían que la vida de las naciones y las culturas eran duras. Y que los
sacrificios no eran una opción, sino la regla. Y ante la tragedia o la
emergencia nadie lloraba clamando por sus derechos. Ni cuando las pestes
diezmaban poblaciones. Ni en las grandes hambrunas. Ni en la guerra. ¡Ay la
guerra! Europa tuvo líderes mientras sus gobernantes todavía la tenían en la
biografía. La guerra aquí, en casa, no en lejanos escenarios. Por eso ahora que
nuestro «drama europeo» angustia a todos, haríamos bien todo en recordar la
batalla del Somme o Verdún, donde morían, no hace tanto, centenares de miles de
europeos en semanas. Los británicos conmemoran ahora la «poppyweek» la semana
con una amapola en recuerdo a esa flor, la única que brotaba en los campos
arrasados de las batallas de trincheras donde murieron millones de europeos.
Como quien dice ayer. Sirve para poner Cannes y su «drama» en su justo contexto.
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