sábado, 14 de febrero de 2015

DE SOMME A CANNES

Por HERMANN TERTSCH
ABC Viernes, 04.11.11


TODOS asustados ante la crisis, angustiados por la incertidumbre, todos estupefactos ante la impotencia de los poderosos para devolvernos la tranquilidad. Todos con miedo al futuro. Los europeos experimentan un estado de ánimo que les era desconocido. Las cuitas particulares de los ciudadanos, en continuo aumento, se ven agravadas por una peculiar angustia general que no recuerdan haber sentido nunca salvo si son octogenarios con mucha memoria. Se trata de una sensación de precariedad angustiosa que se ha extendido por todo el continente y que se manifiesta de muy diferentes formas y con diversa intensidad en unos rincones u otros de este continente. Se suma a la terrible convicción de que nuestras sociedades han tocado techo de alguna forma. De que hemos superado un punto de inflexión en el desarrollo siempre lineal de nuestro bienestar. En los últimos años se ha abierto paso ya la percepción de los europeos de que algo muy valioso se ha acabado y nada volverá a ser como antes. ¿Cuándo era antes? Para las democracias occidentales el antes ha sido todo el largo periodo de paz desde la Segunda Guerra Mundial. Una paz ésta jamás vista en este continente en el que durante siglos cada generación vivía una guerra en edad adulta. En este periodo de paz sin precedentes los europeos se acostumbraron rápidamente a todas las bendiciones resultantes que han sido una libertad, una prosperidad y una seguridad como jamás ha vivido en ninguna parte del mundo sociedad alguna. Estas virtudes de las sociedades libres de Europa Occidental demostraron hace treinta años su vitalidad con la conquista del resto del continente, hasta entonces cautivo de una ideología tan brutal como caduca. Y Europa vivió la euforia por el triunfo de estas ideas generosas, compasivas y eficaces como ninguna otra. Hoy aquello para los europeos es ya historia lejana. El pesimismo actual nada tiene que ver con aquellos arrebatos de «europesimismo» que nos diagnosticábamos en las décadas de los sesenta o setenta. La certeza de que nuestros hijos vivirán peor que nosotros es sin duda un factor determinante. Pero más allá está la idea de que nuestras hasta ahora sacrosantas instituciones son mucho más que vulnerables, son tan frágiles y huecas que no pueden cumplir ya con su labor suprema de garantizarnos la protección en un mundo cada vez más duro, competitivo, implacable. Sesenta años sin guerra, libérrimos y cada vez más ricos y sin embargo ni un poco más sabios, hemos creado unas sociedades hiperprotegidas, intantilizadas y sentimentales incapaces de reaccionar ante situaciones extremas o conflictivas sin caer en la depresión o el pánico. Antes, antes del antes, es decir durante toda la milenaria historia europea salvo los últimos sesenta años los europeos aun sabían que la vida de las naciones y las culturas eran duras. Y que los sacrificios no eran una opción, sino la regla. Y ante la tragedia o la emergencia nadie lloraba clamando por sus derechos. Ni cuando las pestes diezmaban poblaciones. Ni en las grandes hambrunas. Ni en la guerra. ¡Ay la guerra! Europa tuvo líderes mientras sus gobernantes todavía la tenían en la biografía. La guerra aquí, en casa, no en lejanos escenarios. Por eso ahora que nuestro «drama europeo» angustia a todos, haríamos bien todo en recordar la batalla del Somme o Verdún, donde morían, no hace tanto, centenares de miles de europeos en semanas. Los británicos conmemoran ahora la «poppyweek» la semana con una amapola en recuerdo a esa flor, la única que brotaba en los campos arrasados de las batallas de trincheras donde murieron millones de europeos. Como quien dice ayer. Sirve para poner Cannes y su «drama» en su justo contexto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario