ABC Martes, 08.11.11
RECUERDO aún la máxima oída cuando niño. «Si eres invitado
en un restaurante, jamás se pide algo que no pedirías pagando. O que sabes no
te pagarían tus padres». Era esa tan sólo una de las reglas de todo un código que
aumentaba en densidad con la edad cuyo objetivo no era otro que el de educar a
los niños con un cierto tipo, no de sentimiento, de sentido del pudor. Como
otro consejo tantas veces oído cuando aprendíamos juegos de mesa. «Aléjate
siempre de quien hace trampas, pero también del que bromea con ellas. Tan
tramposo es uno como el otro». Se podrían tomar por meras reglas de urbanidad y
educación. Como las más elementales que te inculcan muy pronto a no saltarte la
cola, a levantarte cuando llega una mujer o una persona mayor y, fíjense que
antigualla, a dar siempre preferencia en el paso a las mujeres. Muchas de esas
reglas están hoy en desuso y otras son ya desconocidas. Cualquiera explica hoy
por ahí que los huevos fritos no se cortan con el cuchillo, que el cuchillo no
se chupa o que no se deja la cuchara dentro de la taza del café. Pequeñas
reglas de un código de conducta. En cuyo cumplimiento era factor esencial ese
sentido del pudor. Hay cosas que se hacen así. Porque no hacerlas así conlleva
un reproche. Que no tiene por qué venir de otros. Sino de uno mismo. Hay cosas
que están bien y cosas que están mal. No da lo mismo. Nunca será un pecado, ni
una maldad dejar la cuchara en la taza del café. Pero es una infracción
estética. Como lo es gastar más porque paga otro. O enriquecerse del sufrimiento
ajeno. Ahí está el germen de la vergüenza. En las cosas más nimias. Y en las
más profundas. La vergüenza que se siente por no haber ayudado a un débil en
apuros frente a matones en el recreo. O la que impide unirse a matones
triunfantes. La de permitir que otro sea castigado por una culpa propia. La que
se debe sentirse al abusar de una posición de fuerza o superioridad. Al hacer
algo que sabes no es digno. ¿Digno de qué? Digno de uno mismo. Y
ahí entra el juego este otro concepto tan
devaluado él, el honor. El pudor funciona como un manto protector del honor. Y
evita situaciones en las que éste pueda ser cuestionado. Por otros o uno mismo.
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