sábado, 14 de febrero de 2015

LA PALABRA

Por HERMANN TERTSCH
ABC Viernes, 11.11.11


EL presidente de la República italiana, Giorgio Napolitano, debe de ser de los pocos italianos que aun creen en las instituciones. Lo ha sido todo en la política italiana desde el final de la guerra, luego sería absurdo atribuirle ingenuidad alguna. Pero lo sucedido el miércoles tuvo que doler incluso al más bregado en el cinismo proverbial de la política italiana. Italia entraba en pánico. La bolsa se hundía y la deuda externa se encarecía hasta cotas inasumibles, fuera de control. A media tarde, Napolitano se sintió obligado a emitir una nota oficial para intentar evitar una catástrofe. En ella sólo había un punto relevante. El anciano del Quirinale hacía lo único que estaba a su alcance: empeñaba su palabra para dar peso a la promesa de dimisión de Berlusconi. Se vio obligado a ello porque nadie había creído a don Silvio. Toda Italia, toda Europa, todo el mundo pedía a Il Cavaliere que anunciara su dimisión. Y cuando éste lo hizo nadie le creyó. El pánico pronto fue general en los mercados. En pocas horas disparó la prima de riesgo de la deuda italiana a más de 570 puntos. Y se traspasaron todas las líneas rojas para caer en plena zona de rescate. Todo ello debido a pura desconfianza. Duro decirlo, pero la palabra del presidente del Gobierno de Italia valía este martes menos que la del peor rufián del submundo. Y el pobre Napolitano tenía que lanzar su comunicado en el que avalaba con su nombre y palabra un nombre y una palabra sin aval. La caída de Berlusconi tiene sin duda características grotescas. Pero también tintes shakespearianos. Estamos ante un abismal deshonor —con publicidad, acritud y mofa mundial— que el deshonrado apenas percibe. Pero bienvenida para lavar conciencias. Ahora ya se ha lanzado contra él toda una casta política en la que pocos habrían sido mucho más honorables que don Silvio de haber podido protagonizar sus abusos y sacarles tamaño rédito. Ahora el rico más rico y más envidiado, el abusador antaño tan jaleado, va sonámbulo  hacia la picota, y toda la sociedad se apresta entusiasta a convertirlo en el único culpable de la amoralidad generalizada de la política italiana.

Probablemente hayamos tocado fondo con este capítulo en el desprestigio de la política en Europa. Aunque escenarios como el griego y el español sean prolíficos en miserias y la palabra de Papandreu y Zapatero no valgan hoy mucho más que la de Berlusconi, el drama italiano tiene fanfarria de Verdi. Con tanto ruido no se olvide nadie que estas tres tristes plagas con apellido cuatrisílabo son reflejo de males de sus electorados. Tiene que haber un antes y después de este ocaso de los grandes mentirosos. Zapatero, Papandreu y Berlusconi se van. Pero dejan detrás una quiebra total de la confianza entre gobernantes y gobernados. Las instituciones hechas añicos. Y la autoestima nacional quebrada. Es evidente que las ayudas financieras y los soportes externos de nada servirán si no se logra recomponer una base de confianza de la sociedad con los líderes que han de dirigir la penosa travesía. Habrá de basarse en la honorabilidad y probidad. Jamás ya en complicidad y cambalache. Los países meridionales de Europa están en una encrucijada. Se juegan su pertenencia al núcleo duro de países desarrollados. Y arriesgan convertirse en estados más o menos fracasados y marginales, condenados a ver cómo se adueña de ellos la inseguridad y la pobreza. Ni más ni menos. Para evitar este sino, lo primero que hay que recuperar es el valor de la palabra. Es decir, el sentido del honor.

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