ABC Viernes, 11.11.11
EL presidente de la República italiana, Giorgio Napolitano,
debe de ser de los pocos italianos que aun creen en las instituciones. Lo ha
sido todo en la política italiana desde el final de la guerra, luego sería
absurdo atribuirle ingenuidad alguna. Pero lo sucedido el miércoles tuvo que
doler incluso al más bregado en el cinismo proverbial de la política italiana.
Italia entraba en pánico. La bolsa se hundía y la deuda externa se encarecía
hasta cotas inasumibles, fuera de control. A media tarde, Napolitano se sintió
obligado a emitir una nota oficial para intentar evitar una catástrofe. En ella
sólo había un punto relevante. El anciano del Quirinale hacía lo único que
estaba a su alcance: empeñaba su palabra para dar peso a la promesa de dimisión
de Berlusconi. Se vio obligado a ello porque nadie había creído a don Silvio.
Toda Italia, toda Europa, todo el mundo pedía a Il Cavaliere que anunciara su
dimisión. Y cuando éste lo hizo nadie le creyó. El pánico pronto fue general en
los mercados. En pocas horas disparó la prima de riesgo de la deuda italiana a
más de 570 puntos. Y se traspasaron todas las líneas rojas para caer en plena
zona de rescate. Todo ello debido a pura desconfianza. Duro decirlo, pero la
palabra del presidente del Gobierno de Italia valía este martes menos que la
del peor rufián del submundo. Y el pobre Napolitano tenía que lanzar su
comunicado en el que avalaba con su nombre y palabra un nombre y una palabra
sin aval. La caída de Berlusconi tiene sin duda características grotescas. Pero
también tintes shakespearianos. Estamos ante un abismal deshonor con
publicidad, acritud y mofa mundial que el deshonrado apenas percibe. Pero
bienvenida para lavar conciencias. Ahora ya se ha lanzado contra él toda una
casta política en la que pocos habrían sido mucho más honorables que don Silvio
de haber podido protagonizar sus abusos y sacarles tamaño rédito. Ahora el rico
más rico y más envidiado, el abusador antaño tan jaleado, va sonámbulo
hacia la picota, y toda la sociedad se
apresta entusiasta a convertirlo en el único culpable de la amoralidad
generalizada de la política italiana.
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