ABC 04.06.11
Así le queríamos ver al más soberbio de todos los muchos
asesinos de los Balcanes. Con auriculares. Como Rudolph Hess y Hermann Göring y
tantos otros allí en el banquillo de Nuremberg. Con auriculares escuchando
traducidos los relatos de sus crímenes.
Así
hemos querido verle muchos desde años antes de su mayor atrocidad que fue la
terrible matanza de Srebrenica. Allí batió su récord con más de 7.000 hombres y
muchachos inocentes y desarmados ejecutados y enterrados en fosas comunes. En
cuatro días.
A
muchos de sus hombres les debió doler el dedo al final de esta ardua tarea,
como a los soldados soviéticos en Katyn o a los nazis en las fosas junto a
Kiev. Todos, soldados y paramilitares trabajaron allí hasta la extenuación
porque las órdenes las daba el dios de aquella guerra.
«Soy
el general Ratko Mladic», dijo ayer y se le vio confuso. Porque nadie temblaba.
Todo le debe confundir. Él, allí.
Por
eso con los arrebatos de soberbia llegan palabras impropias que casi piden
merced. «Soy un hombre gravemente enfermo». Dice que las acusaciones que pesan
sobre él son una monstruosidad.
Pero
no vuelve a caer tan bajo como en Belgrado, donde dijo que aquellos crímenes se
habían cometido a sus espaldas. Mladic, este clásico general comunista
convertido a la sagrada causa nacionalista, era el Napoleon de la redención
nacional serbia que iba a limpiar aquella tierra de «turcos», como llamaba a
los musulmanes.
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