ABC 08.06.12
EL ministro para la Ayuda al Desarrollo del Gobierno alemán,
Dirk Niebel, miembro del partido liberal (FDP) se ha metido en un buen lío. Y
no está muy claro que vaya a salir del mismo sin cambio de trabajo y destino.
Es posible que dentro de una semana sea aun ministro. Es improbable que lo sea
durante mucho tiempo. Es impensable que vuelva a serlo. Y todo por querer
forzar a una alfombra a volar. Equivocándose en el tiempo, en las formas y en
el fondo. El ministro Niebel se compró una bonita alfombra en Afganistán
durante una de sus estancias en aquel país. Bonita y grande. Y buena. Porque
pagó allí por ella 1.400 dólares, que son una pequeña fortuna. Pero el ministro
había viajado a Kabul en vuelo regular, por lo que volver con una alfombra de
nueve metros cuadrados y 30 kilos le resultaba un latazo. Por lo demás, se
supone que debía saberlo, al llegar a Alemania habría tenido que hacer todos
los trámites aduaneros y el pago de los gastos resultantes. Otra forma de
hacerla llegar a Alemania era un envío por correo. Que es la forma utilizada
por gran parte del personal militar o civil que el Gobierno alemán tiene
destacado en Afganistán. Pero también tarda la vía postal y muchas veces la
mercancía se queda atascada en Dubai, que es el país de tránsito, con
tramitaciones lentas y tediosas. Por resumir, el ministro dejó el paquetón en
la embajada de Alemania con el encargo de buscar una manera menos convencional
de hacérselo llegar. Y llegó a Kabul el jefe de los servicios de información
federales (BND), Gerhard Schindler, que es el único alto cargo que, por razones
obvias, tiene un avión propio para ir y venir de aquel país. Cuando le dijeron
que si, de regreso a casa, podía llevarse el paquete del ministro, pensó que
era una gestión oficial. Y la alfombra voló. Y llegó a la zona oficial del
aeropuerto de Schoeneberg y allí la esperaba el coche oficial del ministro que
se la llevó hacia Berlín sin pasar por la aduana. Esta es la historia de la alfombra
y no se sabe cómo acabará. El ministro se ha apresurado a anunciar que pagará
los costos de aduanas que por un malentendido no se habían satisfecho. Pensaba
yo ayer que las alfombras voladoras que se mueven en nuestra administración
española podrían, no ya ocultar el sol, sino hacer la noche perenne en la
tierra. Pisando esas alfombras podría uno recorrer el globo. Porque son fruto
de una generosidad sin fin con los recursos públicos. Una generosidad de la que
se hace gala o que se demanda con perfecta tranquilidad de espíritu porque se
da por sobrentendida y lógica. Es más, todavía se reacciona con sorpresa o
irritación cuando alguien niega ese favor alegando al uso indebido de recursos
públicos. Han pasado muchos sinvergüenzas por nuestros gobiernos a lo largo de
nuestra historia. Pero quizás nunca hemos sufrido una tropa de golfos
apandadores tan compacta como en tiempos recientes en los que, al grito de «el
dinero público no es de nadie», gentes que jamás habían soñado, previsto ni
preparado tener una alta responsabilidad, se vieron al mando del grifo de los
dineros y los favores. Y con la procacidad del nuevo rico con dinero ajeno se
regaron los unos a otros con favores. En una inmensa orgía de lo que se dio en
llamar sinergias en las que las ideologías sólo lubricaban la coyunda. Acabar
con estas prácticas sin que medie el trauma de guerra o dictadura es muy
difícil. Quizás la amenaza de catástrofe absoluta sea suficiente.
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