ABC 28.02.12
YA sabemos que Baltasar Garzón y sus amigos piensan que el
mundo estaba en vilo a la espera de conocer su suerte. Pero lo cierto es que
los españoles tienen muchas otras cosas en las que pensar. A muchos les habrá
dado probablemente siempre igual lo que haga el juez y le suceda. Otros estarán
ya tranquilos con la certeza de que ha sido expulsado de la carrera judicial y
de que ningún contratiempo en sus vidas, por grave que sea, puede llevarles a
caer en manos de Garzón como juez instructor. Y los amigos de don Baltasar
estarán corroídos por sentimientos encontrados. Por un lado saludan la
absolución en esta tercera causa en lo que consideran una conspiración de la
hidra del fascismo contra Garzón. Pero también son conscientes de que este
fallo les revienta sus posibilidades de verbena propagandística permanente. Con
lo que eso cunde, anima y une en estos momentos de zozobra de la izquierda.
Nada motiva tanto como un poquito de «épica por favor» en las calles, con
banderas republicanas y pancartas anunciando y denunciando el fascismo
omnipresente y peligrosísimo. Yo reconoceré que pertenezco al segundo grupo.
Una vez seguro de que no hay fatalidad que me pueda hacer quedar a merced de un
juez Garzón, su suerte me importa menos. Y comprendo el terrible agotamiento
con Garzón que aqueja a sus ex compañeros en particular y a mucho español en
general. Porque lo comparto. Y por eso reconozco que hoy estoy dispuesto a
mostrarme menos alarmado de lo que debiera por una sentencia que, como supongo
que muchísimos españoles y eso sí que no lo ocultaré, considero injusta. La
creo injusta porque tengo la absoluta convicción moral de que Garzón sabía que
se saltaba la ley al ignorar la amnistía. Y que lo hizo porque pensó, con la
prepotencia proverbial de nuestros santos laicos de la izquierda, que «aquí no
hay cojones para negarme a mí esta magna operación de justicia histórica y
cósmica». Y que lo hizo con la certeza de que quien se atreviera a objetar se
vería
atropellado por la maquinaria de
insultos de los amigos de esa izquierda revanchista y sectaria. Y que
precisamente por el miedo de los demás a esa máquina de insultar tan engrasada,
él podría violar la ley de amnistía impunemente. Son benévolos estos jueces del
Supremo. Quizás no sean como dice Gaspar Llamazares los peores lacayos del
fascismo. Si lo fueran no habrían dudado en ver mala fe y sobre todo intención
de medro personal y político en esa maniobra. Que había lo uno y lo otro lo
demuestran las justificaciones que después han hecho todos los defensores del
ex juez y protomártir. Porque su intención no desmentida era cargarse la ley de
amnistía y violarla todo lo que le dejaran. Porque les parece obsoleta. Y la
pretendían abolir por la vía de los hechos. También han estado tiernos los
jueces al deducir que el radical giro de opinión de Garzón sobre la ley de
amnistía respecto a la mantenida diez años antes y en referencia a Paracuellos
se debía a «la fuerza expansiva de los derechos humanos en los últimos
tiempos». Aquí los jueces atacados como implacables fascistas tenebrosos por
los amigos de Garzón, han estado decididos a pasar por auténticos peluches. No
parece que pretendan los jueces que creamos que si a Garzón se le hubiera
presentado ayer una denuncia contra Santiago Carrillo, el máximo responsable
vivo de la matanza de Paracuellos, único genocida al que la longevidad aun nos
preserva, habría emitido una orden de busca y captura, guiado por esa «la
fuerza expansiva de los derechos humanos en los últimos tiempos».
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