ABC 14.04.12
Que sí, que ya sabemos que la presidenta Cristina Fernández
de Kirchner dirá que actúa por el bien supremo de la nación. Y por la momia de
Perón. Y que envuelta en la bandera puede llamar a los argentinos a llenar las
calles. Contra un enemigo bien elegido. Y España, como el Reino Unido, cumple
los requisitos. Saldrán si quiere doña Cristina. E insultarán con entusiasmo al
enemigo europeo, al colonialismo y a lo que sea. Abducidos por el patriotismo
peronista o el peronismo patriota o como quieran llamar a ese estado de
irracional arrebato que vibra en la fibra nacional. Que puede tornarse merengue
o sangre. Merengue fue cuando doña Cristina parecía enésima víctima de ese
complot yanqui denunciado por Hugo Chávez. Que consiste en colocarle un cáncer
a todo líder latinoamericano que moleste en Washington. El cáncer de Cristina
fue mucho más benigno que el de Hugo. Tan benigno que no era cáncer. Pero la
presidenta sanó de esa enfermedad que jamás tuvo para escalar un peldaño más
hacia la inmortalidad peronista. Fue merengue el entusiasmo sincero entonces.
Fue sangre en tiempos ya lejanos, cuando el general Galtieri quiso frenar su
propia crisis y miseria de la dictadura con la «aventura anticolonial» en las
Malvinas. Y logró que una sociedad vapuleada jaleara entusiasta a los milicos.
Le salió muy mal, como tenía que ser. Y se hundió como todos sabemos. Frente al
mito bobo del complot yanqui, hay otra enfermedad, muy cierta, política: la
sinrazón que emponzoña no ya la Casa Rosada, sino toda la vida política argentina
y de la que cuentan escandalizados todos los visitantes. De la sinrazón y de la
rapacidad. Cuentan que pululan por pasillos y despachos jovencitos amigos del
hijo que quitan la palabra a los ministros, enmiendan a los expertos y humillan
a los funcionarios. Dicen que por allí mandan sin control estos jóvenes
prepotentes y voraces de poder y dinero. Comisarios de la política y el
negocio. Pero también los cínicos y corruptos personajes de la eterna izquierda
montonera, protegida de don Néstor. Es ese centro de poder, que no Gobierno, un
patio de monipodio donde una presidenta todopoderosa expone todas las
desnudeces de su incapacidad. La corrupción en Argentina está en la cima de su
poder.
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