ABC 11.05.12
ECHAR la culpa a los demás, negar la responsabilidad propia,
no es debilidad específicamente española. Pero sí hemos conseguido que sea tan
común aquí, que no notamos ya siquiera lo profundamente detestable que es este
hábito. En realidad debiera ser, lo es sin duda en las familias y sociedades
sanas, uno de los primeros elementos de la educación de los niños. Y estoy
seguro de que lo ha sido para la mayoría de los europeos hoy de edad avanzada.
Éramos niños conscientes de que los intentos de echar la culpa de un error
propio a otro niño, sumaba un error al otro y agravaba la pena o sanción
merecida. Pero además, el intento de evitar la propia responsabilidad tenía
como respuesta una contundente reprobación. Que demandaba literalmente
vergüenza. Castigaba la autoestima. Y exigía un rápido cambio de actitud para
evitar que la pérdida del favor de los mayores pero también de los demás niños
fuera duradera. No se trataba de ir por ahí asumiendo culpas ajenas, pero era
común acuerdo indiscutido en el código de conducta infantil que acusar a otros
de acciones propias o comunes era una vileza. Y en esto casi importaba menos el
juicio de los mayores que el propio sentido del honor. No todos podían ser
protagonistas de Beau Geste, pero todos debían querer serlo. Ayer hablaba con
mi querido y admirado David Gistau sobre la cultura de la culpa y el luto.
Sobre la fatuidad de quienes en España responsabilizan siempre al otro de la
gran tragedia nacional del siglo XX. De la bendición cultural y espiritual que
supone ser educado para saber condenar con especial dolor los crímenes
cometidos por otros en tu nombre. Si esto hubiera sucedido en España, ningún
político irresponsable, solipsista y mezquino podría haber tenido el éxito
habido aquí en la resurrección de odios en esta pasada década. Tristes años en
los que tantísimo se ha roto. Y no hablamos sólo de tantos bienes materiales
que han caído hechos añicos en esta inmensa escombrera en que han convertido
España. También del
daño insensato a convivencia,
cordialidad, respeto y comprensión que, de forma trágicamente innecesaria,
infligieron estos arrogantes vengadores que despreciaron la transición y la
reconciliación en aras de hacer ganar a los suyos una guerra del siglo pasado.
Partiendo España en dos de nuevo. Con ellos y los suyos en un lado, impolutos y
sin responsabilidad ni culpa. Y el resto en el otro, apestado y merecedor de
toda afrenta y cualquier vilipendio. Por ese daño inmenso y gratuito tampoco
aceptan responsabilidad. Como el niño rufián que no cabe en «Beau geste». Pero
bajémonos a la cotidianeidad más prosaica. Es la que nos brinda el auténtico
espectáculo. Veamos quienes son responsables del fiasco de Bankia. Será por
culpables. Culpa tiene Felipe González, que hizo aquella ley de órganos
rectores (LORCA) en 1985 que convirtió las Cajas en pesebre político. Culpa
tendrán los gobiernos autonómicos, todos, sin excepción, que desde entonces
dirigían y ordeñaban las Cajas. Culpa habrá de sindicalistas y los partidos,
sin excepción corrompidos por ventajas, liquidez y favores. Culpa han tenido
todos los gobiernos desde aquella fecha. El que más, el que no sabía más que
mentir sobre nuestros campeones financieros. El que nos hundió con su ineptitud
y mentira y del que ya nadie quiere haber sido miembro. Y desde luego su
gobernador del Banco de España. Y este Gobierno que no tenía culpa, ya la
tiene. De momento por el carajal de su actuación estos días. Y es este grotesco
espectáculo de reyerta sin responsables de nada, tan lejos de toda «beau
geste», el que nos convierte fuera en villanos indignos de confianza.
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