Por HERMANN TERTSCH
ABC 16.08.11
La
frase que más se escucha de boca de jóvenes recién llegados es «estamos muy
felices»
Todas las noticias generadas por los participantes de las
Jornadas Mundiales de la Juventud inducen a la emoción. Todos estos días
previos a la gran cita en Madrid ha habido concentraciones multitudinarias en
diversas partes de España. Con la participación de decenas de miles de jóvenes,
llegados de todo el mundo, con el propósito común de demostrar y compartir su
fe, de escuchar al Papa Benedicto XVI y, ante todo, proclamar su alegría. La
frase que más se escucha en los medios, de boca de jóvenes recién llegados, en
decenas de idiomas y con infinidad de acentos es «estamos muy felices». Y la
gratitud que expresan. Todos dan gracias por estar aquí, aunque lo están por
propio esfuerzo. Todos se declaran emocionados, curiosos, felices y
agradecidos. Es toda una marea de actitud mucho más que positiva, como se suele
decir ahora, bendita. De aproximación ilusionada y expectante a unos
acontecimientos para los que se han preparado anímicamente durante meses o
años. Y por los que ya muestran su alegría, su esperanza
y, sobre todo y en todo momento, esa gratitud que emociona también, y
quizás especialmente, a quienes en nuestra trayectoria vital tan lejos hemos
estado de esa fe que los mueve, motiva y enaltece. Este millón de jóvenes no
viene a exigir nada, ni a reclamar sus derechos –que los tienen, aunque se les
nieguen en tantos rincones del mundo–. No vienen a llorar su suerte por el
paro, la miseria, la angustia de las dificultades económicas, la violencia que
muchos de ellos sufren en sus países. No se manifiestan contra nadie. Porque
consideran a todos los seres humanos iguales. Y todos quieren ver en el prójimo
al hermano, hecho a imagen y semejanza de su Dios. Todos son sagrados por el
mero hecho de ser. Estos jóvenes no tienen cuentas que saldar porque poseen el
don y el mandato del perdón. No buscan retar a nadie porque las pendencias les
son ajenas. No pueden odiar ni vengarse si quieren, y estos quieren, ser dignos
de estar presentes en esta inmensa fiesta de la esperanza.
Así son los participantes en estas jornadas cristianas en Madrid que, eso está
ya hoy muy claro, van a dejar una profunda huella en España. Moverán
conciencias y sentimientos dormidos y olvidados en muchos y despertarán esa
afinidad al bien que late en todos. Este alarde de felicidad, tranquilidad y
gratitud en un mundo desquiciado se convierte en un acontecimiento
extraordinario. La alegría genuina y sencilla de una multitud semejante no
puede dejar indiferente a nadie, por muy al margen del mismo que pase estos
días. Así las cosas, sí es pertinente preguntarse por qué precisamente en
nuestro país se pueden movilizar gentes –quizás menos gente que medios de
comunicación con su correspondiente megafonía– en contra de un acontecimiento
que hace tan felices a tantos conciudadanos. ¿Cómo es posible que haya
españoles que directamente sufran por el hecho de que otros muchísimos
españoles se reúnan para expresar su felicidad, su alegría por la comunión en
su fe con el Papa? La agitación en contra de esta gran fiesta cristiana que a
nadie debía ofender es, sin duda, una manifestación del odio que muchos han
sembrado con muchos medios y poder para ello. Pero al mismo tiempo es una
expresión de impotencia, porque estos jóvenes, que no exigen derechos ni
venganza, sino que ofrecen compromiso y perdón, rompen todos los esquemas de
quienes habían proclamado extinta y enterrada a la Iglesia. Estos jóvenes demuestran
que precisamente ahora, cuando las ideologías redentoras sólo presentan un
devastador balance de desolación, soledad humana y angustia, existe la
respuesta de la alegría y la esperanza.
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